Blogia
TALLER DE CREACIÓN LITERARIA DE PINA DE EBRO pinaescribe@gmail.com

PARA EL TALLER DE DANIEL GASCÓN

La última clase -Julia Gallego Pérez-

Saber es acordarse (Aristóteles)

Cuando el profesor dio por terminada la lectura, el silencio me bloqueó por un instante la inspiración. Ese breve relato que nos mandó escribir, no sería si no un esbozo de vida si mi diestra no conseguía mover aquel bolígrafo de plástico, con las siglas DPZ, que Marisa me regaló en el primer taller con Ángela Labordeta.

Morir sin haber nacido, triste destino- me dije.

Y, así, con resignada tristeza, acabé la última clase:

Daniel Gascón había llegado a Pina en una tarde bochornosa. Iba a ser su última tarde con nosotros, y la última clase de creación literaria de adultos del curso. Daniel Gascón es un joven escritor que escribe novelas, guiones de cine al tiempo que triunfa con dos de sus libros: "La edad del pavo y El fumador pasivo".

Como cada miércoles (una vez al mes), nos reunimos el grupo:

En la clase, había un tablero largo de viejo aglomerado soportado por un par de caballetes metálicos; unas sillas; una pizarra; y un calendario caduco de año. Y hacía calor

Lo peor, sin embargo, era que no podía escribir. Me sentía metida en un callejón sin salida, y estaba buscando por todos los escondrijos un destello para escapar de aquella sequía.

-"No sé como empezar", esto es lo primero que dije.

Para colmo de los males, observé la exagerada concentración de mi compañera Arrate que, dale que dale y sin levantar la vista, vomitaba, sobre la pista cuadriculada, toda la poesía que lleva en la cabeza:

 

"Es invierno en mi alma

Y hiela mi pecho

La nieve se acumula

Y sopla el viento

Llueve en mis ojos

Aguacero intenso

Mi boca muda

Guarda silencio

Si el sol saliera

Y rozara mi pecho

Seguro fundiría

Todo este hielo

Y mi boca de risas

Llenaría el cielo...

Y espero aterida

Sentada en el suelo

Que ese milagro ocurra

Mientras aún haya tiempo".

 

Sentada en la silla, me sentía trastornada por la duda. Una profunda sensación de angustia se abrazaba a mi cerebro y en el estómago se me revolvía el amargor de las pastillas.

Para remachar el clavo, me vino a la memoria el comienzo de aquel magnífico relato de José Manuel, ganador del primer concurso de relatos de la editorial ABACO:

 

"Dios ha muerto. Sin avisarme ha muerto. Sin dejar sucesor, ni siquiera uno que le sustituya de manera interina. He probado con Alá, Jehová, Buda, Shiva, Brahmá y Visnhú, Quetzal, Cóalth, Mitra, Atón, Osiris y Horus, pero me parece que no me hacen caso. Por eso he decidido crearme mi propio Dios verdadero.

Mi Dios verdadero es un Dios para estar por casa. No tiene grandes pretensiones pues todavía no se ha desarrollado. Por el momento, no es un Dios vengativo como otros, ni busca obediencias ciegas como en las sectas destructivas...."

 

Pasaban los minutos y no se me ocurría nada. En aquel momento, deseé convertirme en la otra Julia. La otra Julia posee un don especial para la escritura. Ella no conoce la sequía. Ella es capaz de parir, junto al sentimiento, decenas de palabras:

 

"Se despertaba al atardecer ya vestida; cogía su carro de la compra y bajaba al callejón que había detrás del restaurante cercano, donde sacaban las basuras y desperdicios del mismo. Sin escrúpulo ninguno comía de ellas lo que pillaba; guardaba en sus bolsillos de su mugrienta bata todo lo que podía y con su carro recorría todos los contenedores de los alrededores y hurgaba en ellos..."

 

En esto, Amanda llegó. ¡Hola! Lo siento, no he podido llegar antes- dijo; y al decirlo sonrió de la forma más bella que uno pueda imaginar. Amanda es dulce, joven y especial; y así cuenta lo que crea:

 

"Miraba a través de la ventana

El mundo me parecía muy limitado

Gente variopinta que atravesaba la infinita calle

Imaginaba sus nombres y sus vidas..."

 

Frente a mí, Jaime masticaba el último pedazo de una apetitosa palmera de chocolate. Jaime tiene el aspecto de un chico al que no le importa la moda, vestido con un cómodo pantalón azul de trabajo y una vieja y descolorida camiseta de algodón.; en realidad no se para a pensar en si gusta o no gusta a los demás. A mí me gusta; está muy bien. Y sus escritos intrigan:

 

"El señor José, pese a su nariz llena de venillas rojas, alcohólicas; y a sus ojos legañosos, llenos de huevas de moscas que se lo están comiendo, es una persona que se hace querer..."

 

Di media vuelta sin decir nada y salí a la calle; estaba hasta las narices del dichoso móvil: algún impertinente quería decirme algo. Así era imposible escribir.

Escuché que Ana María comentaba algo con Daniel. Ana María es maestra; y también inventora de ideas:

 

"La figura asoma sigilosa, el maletín negro, los pantalones negros, el aura oscura, la cabellera blanca. Otea las cabezas de los niños sentados desde detrás de sus gafas; gafas de pasta, cejas fruncidas, boca recta..."

 

Iba cayendo la noche cada vez más cerrada, casi extravagante, como si la hubieran elaborado en un relato fantasmagórico.

En este momento, me desentendí de todo, miré a Marisa, y recordé a su Virgen:

 

"La Virgen es buena

Siempre me espera encima de mi cama

Una madre protectora

Con un manto azul

Con un niño en brazos

Con tristeza en la mirada

No podrá salvarlo

 

La niña quería ser buena

Y rezaba

Siempre en la oscuridad

Para no ser vista

Para ocultarse

Y la Virgen la miraba fijamente

Con su tristeza infinita

Profunda

Miraba su pelo corto

Crespado y pelirrojo

Pero no la oía

Había mucho ruido alrededor

 

Ahora la Virgen está quieta

Su manto azul se cae a trozos

Ya no mira nada

Está como muerta y es muy fea

No bajó a ejercer de peluquera

No consiguió alisarle la melena

Ni hallar el tono rubio deseado

 

El niño y la niña fueron hacia el ruido

No pudo salvarlos".

 

Poco a poco me fui calmando. Después, preguntamos a Marisa si seguiríamos con el taller en el próximo curso. Ella, pensativa, encogiéndose de hombros, dijo.- ¡A mí no me miréis! Yo no se nada. Aunque, nada me apetecería más...

-Política...-pensé:

 

Esta es la tierra dura

La flor oscura que ignora

Empieza ya el baile de los electos

Unas pocas palabras: desierto y sigilo.

 

La voz del pueblo es la voz que clama

Voz acallada en tantos quebrantos.

 

Trucos retóricos

Puntos de vista

Opiniones y palabras diferentes

Hechos complejos.

 

Lo difícil es compartir.

 

Metáforas

Recurso imaginativo

Argumento quebradizo

 

No se llega

No dejan cruzar

 

Oigo sonar los pasos en la cuesta

A pulso de trabajo

Mudo de halagos

Silenciado por la ausencia.

 

Esta es la tierra ingrata

 

Obsceno es el mundo

Y nos conducimos con suntuosidad

Es la ebriedad de la política

 

La exclusión no es perfecta

 

No

 

Cabría comentar que nunca he tenido inquietudes políticas, en el sentido de persona que se dedica a ejercitar ese género. Creo que no está hecho para mí. Sin embargo, respeto a las personas que exponen su imagen, y dedican su tiempo y parte de su vida en beneficio de la comunidad- escribí.

Finalmente, y antes de marcharnos, con el corazón, y en silencio agradecimos a la que todavía seguía siendo nuestra concejala delegada de educación de adultos estos cuatro mágicos y fructíferos años: nunca antes había habido tantos libros leídos, ni tanta inquietud por la literatura, ni habíamos conocido a tan magníficos escritores que alababan el movimiento literario de Pina. Y, esto gracias a nuestra Marisa Fanlo, concejala, amiga, y compañera de taller.

Julia Gallego Pérez

UN DIA CUALQUIERA, ARRATE GALLEGO

En el amanecer de cada nuevo día  pareciera renacer la esperanza, inconcreta y difusa de que las cosas mejorarán. A medida que el sol asciende hacía el cielo, se lleva ese anhelo consigo, quedando tan sólo un ansia oculta de cambiar de vida. Cada día me levanto sintiendo el mismo vacío existencial. Hoy, con el peso de mis decepciones encima, comienzo un nuevo día. Como cada mañana, -desde hace dos años- me presento con mi uniforme de color verde  esmeralda, en la puerta del Museo de Ciencias Naturales:

-Hola soy Domitila, y seré su guía.

Un día tras otro, explico  y enseño las excelencias de todo lo expuesto en nuestras galerías. Recorriendo espaciosos pasillos en  penumbra, como mi espíritu, sonrío a los grupos de personas que acuden a visitar la muestra, con desigual interés en mis palabras, quedando a veces suspendidas en el aire prolongándose con el eco breves instantes más.

A la hora del almuerzo, como es ya Primavera, me acerco al parque de enfrente, a comer un bocadillo. Me siento en un banco al borde de la vereda principal, desde dónde observo pasar a la gente, albergando la esperanza de encontrar algo, o alguien, que de sentido a lo que hago. A veces juego a imaginar las huellas que la vida deja en sus rostros. Sueño sus vidas carentes de rutina rebosantes de éxtasis, pasión, arrebatos de locura que les hagan perder momentáneamente la cabeza alcanzado la cima de la felicidad. Buscando siquiera un atisbo de emoción  que contagiarme.

Regreso a mi puesto de trabajo, con la cabeza llena de fantasías y vacío el corazón, de una realidad tangible que me hagas estremecer. Intento mantener interesados a unos escolares en los nuevos fósiles que nos han traído, aunque se que están más interesados en desmontarlos que en observarlos.

Terminada la jornada vuelvo a casa, el Fiat estilo de Jose - el inseparable amigo de Carlos, mi marido- , está aparcado junto a la entrada. Hoy cenaremos tres, no importa, no se quedarán mucho rato. Cuando entro, los dos me saludan afectuosos: se levantan del sofá y me besan en la mejilla. A simple vista no sería fácil distinguir cual de los dos es mi marido. Carlos siempre ha sido: correcto, distante, celoso guardián de su individualidad, gran amigo. De hecho creo que es mejor amigo que cualquier otra cosa, o que solo es eso, como Jose.

En la cocina hay preparado arroz a la cubana, ellos ya han cenado, esta semana tienen turno de noche y se van pronto. Carlos siempre dice que es el mejor turno, porque así pueden dormir por la mañana, y aún les queda toda la tarde libre para entretenerse en su actividad favorita: tirarse al sofá a devorar comida, mientras ven películas de cine. Entonces se convierten en críticos de cine aficionados, que basan sus críticas, más en visiones subjetivas, manipuladas por la campaña más o menos feroz de la prensa, que en un conocimiento cabal del mundo del cine.

Ceno sola, mientras leo un artículo en una revista de historia, después de haberles despedido con una sonrisa,  pero esta se me cae cuando les pierdo de vista y siento el frío de la soledad que me llega hasta adentro.

Sentada en la cama, en el lado izquierdo, frente al espejo de la cómoda me miro a los ojos. Confieso que este es el mejor momento del día: la hora de acostarme. Deslizo entonces mis piernas entre las sábanas  frescas y escucho el sonido del algodón rozando y envolviendo mi piel. Inmóvil, mirando al techo percibo cómo la inconsciencia me invade, y dejo de sentir, de oír, de ver: soy feliz. A mi mente viene aquel poema:

“Dormir es sumergirse

en las profundas aguas

de la inconsciencia

y navegar sin rumbo

hacia la oscuridad.”

                                                                                                                      

MARCADOS. ARRATE GALLEGO

Llegué al pueblo de Arla como maestra en Septiembre. Era un hermoso y pequeño pueblecito en Galicia de calles estrechas y casa de piedra, con olor a humo y humedad.  

Conocí a los veinticinco niños de la escuela el primer día, y a la mayoría de sus padres también, gente trabajadora y simple, dedicada en su mayoría al campo. Además conocí a María, una señora de cuerpo deforme, con una joroba en la espalda, pero que caminaba erguida, más bien tiesa, con los bolsillos repletos de caramelos para repartir a los niños, quienes lejos de burlarse de su aspecto, la apreciaban por su dadivosidad. Ella me convenció para que me quedara a vivir allí y no viajara tanto, me alquiló una pequeña casita contigua a la suya, en  el primer callejón de la calle principal. Su risa era ruidosa como el cacareo de una gallina, y sin duda me alegraba los días, pronto se convirtió en una amiga.

Durante mi primer año de maestra en el pueblo, Claudia, una alumna de tercer curso perdió a su padre en un accidente, todos lo sentimos mucho y sus amigos la apoyaron más que nunca.

En mi segundo año allí, cuando comenzaba la Primavera, Oscar de cuarto curso, vio impotente como su mamá se moría de un cáncer fulminante. Claudia y sus amigos le rodearon para consolarle.

Casualmente los padres fallecidos se habían construido una casa recientemente, y se murieron sin apenas disfrutarla. María decía que existen casualidades fatales, que hay que aceptar sin más, aunque sin duda en un pueblo tan pequeño el impacto es mayor.

En clase, los niños comentaban que era una maldición: si alguien se construía una casa moriría, o lo que es lo mismo:” A jaula terminada pájaro muerto “. Hablé con ellos, intenté hacerles comprender que el azar  es así de imprevisible, que puede haber penosas coincidencias, pero que no era más que eso. Acepté su silencio como un signo de que lo habían comprendido, y continué la clase.

Durante mi tercer año allí, antes de las vacaciones de Navidad, el padre de José, uno de los chicos mayores de clase se murió de un infarto, mientras discutía con una empresa de electricidad, el día en que le darían energía a su nueva casa. Después del funeral, cuando volvíamos del cementerio, vi a los tres niños hablando: Claudia, Oscar y José, me acerqué a ellos y les abracé, Claudia susurró en mi oído: no hay tantas casualidades señorita. Yo no supe qué contestar, la tristeza aprisionaba mi garganta hasta la fatiga, mientras observaba cómo la tristeza invadía sus ojos sin remedio.

Esa noche no podía dormir,  pensando que a cuatro de mis niños se les había muerto un padre, desde que yo había llegado al pueblo. Puestos a ser supersticiosos y a pensar mal, quizás era yo la culpable de todo, y quien había traído la mala suerte al pueblo.

Pasé la Navidad con mi familia, lejos de Arla, intentando olvidar toda la tristeza que les rodeaba.

Cuando regresé a mis clases, todo seguía su marcha habitual. Hablé con María de mi sospecha  y se rió con ganas. ¡Estás loca, cómo se te puede ocurrir tal cosa! y me contagié de su risa, y me dejé llevar de su eterno optimismo, y me reí con las ganas de quién descubre la risa por primera vez.

Durante las vacaciones de verano, me casé con Marcos, mi novio formal desde hacía dos años, pero al que veía poco por nuestros trabajos, el consiguió el traslado a  un pueblo más cercano para poder vivir juntos en la casita que yo tenía alquilada. Tiempo después Marcos compró una finca al lado de la escuela para que, con el tiempo, y ahorrando mucho, edificáramos una casa, como esas tres nuevas que había en el pueblo. Era un hermoso proyecto para realizar juntos, sin duda, sólo que un creciente desasosiego se apoderó de mi.

El padre de Julia estaba terminando su nueva casa cuando llegó la siguiente Navidad. Sus ojos tristes miraban a Claudia, Oscar y José buscando respuestas a preguntas que estaban en el aire, yo la observaba temerosa, pensando que era imposible que se repitiera lo mismo que a sus compañeros. Aún así la inquietud crecía a medida que pasaban los días. Julia se mudó a su nueva casa a finales de Enero pero su casa todavía no estaba terminada, a sus papas se les agotó el dinero y no pudieron  pintarla ni colocar la baranda del balcón, ni recubrir las escaleras de baldosa. Se veía una casa a medias, pero ellos se sentían muy felices dentro. Esperamos conteniendo el aliento deseando que no sucediera nada, y nada sucedió. La casa de Julia aún no está terminada, aunque hayan pasado cuatro años.

No hubo más casa en construcción durante varios años, entonces mi esposo Marcos inició las obras de la nuestra. Con ilusión compramos todo lo necesario, y la vimos crecer hasta el tejado, en dos años nuestra casa estaba terminada, y ya estábamos preparando la mudanza. Mis  antiguos alumnos vinieron a visitarme para advertirme de la maldición.

-¡ Vamos chicos, ya habéis visto que eso no se ha cumplido con Julia! ¡no hay tal maldición!- Los invité a limonada y se fueron cabizbajos. Sus silencios hablaban con más fuerza que sus palabras.

Cuando me mudé lo hice entre alegría, dudas y pesar. María nos ayudó a trasladar nuestras pocas cosas con emoción. Cuando todo estuvo ordenado con las cortinas colgadas, los cuadros y los espejos, me senté a descansar…

Marcos se ha ido a la ciudad a comprar mas clavos, yo me siento en nuestro balcón orientado al oeste, para observar la puesta de sol, con un cuaderno y un bolígrafo en la mano dispuesta a escribir lo que ocurrió aquí. Si todo va bien, mañana continuaré la historia...

FIN 

Un largo fin de semana -Amanda-

El calor empezaba a ser insoportable y todavía les quedaba la mitad del trayecto.

Cuando compraron juntos el Fiat Stilo , hace unos cinco años, ya les advirtió el del concesionario que por unos dos mil más les daba el del aire acondicionado. Ni siquiera dudaron un momento. Nunca llegaron a pensar que el termómetro pasaría de los 40  un mes de julio.

  • - En cuanto lleguemos a la gasolinera , paramos a tomar un helado, no puedo más con este calor - le dijo Tomás a su novia.

María sólo asintió con la cabeza. Desde hacía tiempo sabía que la relación no funcionaba, pero ella seguía tan enamorada como el primer día. Cuando Tomás le propuso ir el fin de semana al pueblecito pesquero, una sensación de nerviosismo esperanzador invadió todo su cuerpo. Se acordaba perfectamente de cuando Tomás la miraba fijamente en aquel parque tan verde y repleto de amapolas del pueblecito mientras intentaba hacer un boceto del paisaje.

  • - ¿Te gusta pintar?- le preguntó él, después de contemplarla enardecido.
  • - Me gano la vida pintando cuadros pintorescos, o algo así.

Hacía rato que sonaba Stravinski en el coche. Los dos eran unos apasionados de la música clásica, sin embargo los acordes ya no eran tema de conversación , sino una forma de inspiración para los pensamientos que continuamente les venían a la cabeza. A María nostálgicos, a Tomás de desesperación. Nunca llegaron a pensar que Stravinski sería la mejor excusa para no tener que hablar.

También Tomás pensó que volver al pueblecito sería una buena idea para solucionar la tensión que había entre los dos. Pero no podía dejar de pensar en ella. Se enamoró de Domitila casi sin quererlo, probablemente la misma noche que la conoció. Aquella noche que salió con su amigo del alma, Pablo, a tomar unas copas hasta las tantas y prometió a María que volvería pronto. No volvió tarde, pero ya no buscó a María en la cama. Después de tomar unas copas, Pablo le propuso ir al club de alterne que tanto frecuentaba para ver si veía a la de siempre. Al principio Tomás no quería, pero pensó que la penúltima copa no le sentaría mal, y además, nunca le decía no a su amigo.

  • - Hola, soy Tomás y tengo novia, para que lo sepas.
  • - Hola, soy Domitila y soy puta, para que lo sepas también. Pero no te preocupes, iremos al grano.

Esa noche no hubo besos, sin embargo Tomás sentía la necesidad de besarla por todo el cuerpo, de tocarle su larga cabellera rojiza y ondulada, de cuidarla, de decirle que la amaba.

La gasolinera  estaba a veinte kilómetros. María se encendió un cigarrillo, entonces sus recuerdos ya le estaban ahogando el viaje. Recordó cuando al poco tiempo de conocerse lo invitó a comer a su casa, en la ciudad. Estaba tan nerviosa que se había olvidado ese día de hacer la compra y no tenía nada en la nevera, excepto un par de huevos y tomate frito de bote. Nunca se le dio mal improvisar en la cocina, así que echó mano de su dote y empezó a preparar arroz a la cubana. Ese día se le quemó el arroz, pero no les importó a ninguno de los dos. Hicieron el amor hasta quedarse dormidos.

  • - ¿Me das un cigarrillo?- preguntó Tomás, interrumpiéndole el pensamiento. - Se me ha olvidado comprar tabaco.

Tomás nunca llegó a pensar que podría enamorarse de otra. Cuando conoció a María creyó que era la mujer ideal para él, divertida, guapa y con aquel misterio bohémico que tanto le encantaba de las mujeres. Sin embargo, volvió al día siguiente al club.

  • - Hola Domitila. No puedo dejar de pensar en tu olor.
  • - Ahórrate las palabras, amigo. Yo te hago lo que quieras, pero no quiero romanticismo- le contestó Domitila.

Pero esa vez se besaron como nunca, y se saltaron las normas de las rameras a la torera.

Llegaron ya a la gasolinera. Tomás se pidió un helado de chocolate, María un cortado con hielo. Les quedaba todavía dos horas de viaje.

María siempre disfrutaba cuando iban al pueblo. Mientras Tomás leía el periódico, ella pintaba algún cuadro en aquel parque tan verde y lleno de amapolas.

  • - Creo que llegaremos de noche- dijo Tomás mientras saboreaba el helado.
  • - Si, ya está oscureciendo un poco.

Hacía tiempo que Tomás quería contarle a María que se había enamorado de otra mujer y que quería pasar el resto de su vida con ella. Tenía largas conversaciones con su amigo Pablo en el café de al lado del estudio.

  • - Mira que enamorarte como yo de una puta. Nunca debiste entrar -le decía Pablo.
  • - Ya sabes, como dijo Wilde, "puedo resistirlo todo excepto la tentación".

Cuando entraron en la casita del pueblo, ya eran las once y el silencio invadía la atmósfera.  Dejaron las bolsas encima de la mesa y Tomás sacó una manta de cuadros del armario de tinte envejecido del salón. La expandió por el sofá y se tumbó en él.

  • - Duerme tú en la cama- le dijo a María- estoy muy cansado del viaje.
  • - Vale -contestó María con la mirada perdida.

Les quedaba un largo fin de semana por delante.

Cinco locos y un complot -de autores múltiples del taller literario-

-Supongo que piensas que eso lo cambia todo- dijo.

-¿Por qué habría de cambiarlo?

-¿Acaso te sientes el dueño del destino de los otros? ¡No seas ridículo...!. Menuda mierda de justicia la tuya- explotó Clara, enrojecida por la ira.

-Yo creía que... en fin, todo a la puta mierda.

-No creo que pueda manejar ésta situación sin sobornar a alguien; no haces más que meterte en líos, ahora tendré que comprar el silencio de los que te apoyaron en el complot.

-Vamos, no ha sido tan grave, sólo he manejado algunos datos, tú siempre exagerando las cosas, el dinero ayudará a la ONG y los otros no se enterarán.

-Te vas a pillar los dedos algún día. Pero seguro que te has llevado una parte a las islas Caimán, cuyo lema es: discreción sin parangón. Siempre te ha gustado enmerdar a todo el mundo.

-No, me he arrepentido y no me he quedado nada. Lo he invertido todo en lanzar al estrellato a un perfecto imbécil. Se llama Delfín pero canta como una almeja. Su voz brilla mucho menos que su perfecta calva. Pretendo demostrar- y creo que está en mis manos- que con dinero todo es posible, incluso sin talento. Después de que gane unos millones llevándole de gira, crearé un partido político del que será el líder. No creo que me cueste comprar a unos cuantos concejales, o gente que quiera actuar como tales acompañando a Delfín. De ahí a la presidencia del gobierno... un paso. Y el Vaticano no está lejos...

DOMITILA A MI PESAR por José Manuel González

Domitila fue la primera esposa del emperador Vespasiano, el brillante romano al que se le ocurrió poner un impuesto por utilizar los urinarios públicos. Por eso los romanos empezaron a llamar vespasianos a los retretes en su honor y por eso al padre de mi madre, que trabajaba de mozo en los servicios de un cine, se le ocurrió ponerle ese pintoresco nombre que le marcó desde pequeña.

Un nombre, a veces, es una pesada carga. Cuando es un nombre poco común, te sientes lastrada por él, obligado a deletrearlo una y otra vez por qué no lo entienden cuando lo dices, te ves abocada a soportar las burlas, siempre hirientes, de los niños que buscan en la diferencia la diana de su crueldad. Y luego, cuando has conseguido superar el lastre de tu rareza y te sientes orgullosa, por fin, de tu originalidad te dices: "¿Cómo no voy a poner Domitila a mi hija? ¿Y si se pierde el nombre? Y vuelves a cometer el mismo error que tus padres.

Yo soy Domitila de segunda generación. Siempre odié a mi madre por colgarme ese Sambenito que me acompañará mientras viva. No me ha ocurrido igual que a mi madre, nunca pude acostumbrarme al nombrecito, incluso he intentado cambiarlo en el Registro Civil, pero el adusto funcionario que me tocó en suerte se empeñó en que tenía que buscar un nombre que empezase por D: Dorotea, Demetria, Desideria, Dolores ..... Casi me pareció peor el remedio que la enfermedad, así que seguí con el nombre de la insigne liberta del siglo primero. De todos modos, cada vez me duelen menos las risitas que provoca a quien lo escucha por primera vez. Los que me quieren lo suavizan y me llaman "Domi", "Tila", hasta hay uno que me susurra Domitilita en los momentos más íntimos que pasamos en su reclinable "Fiat Estilo".

Cuando estoy en ese coche italiano, con sus asientos de sensual suavidad, no puedo menos que recordar a la Domitila romana, que no llegó a ser emperatriz, pero fue madre del gran Tito (a lo mejor por eso les llaman "titos" a los orinales, al padre le dio por los urinarios y al hijo...) parece que la veo pasear por los suntuosos parques de la Roma Imperial, con sus ojos verdes musgo, con la túnica rozando el perfecto empedrado. Seguro que ella sí estaría orgullosa de su nombre y cuando llegara la noche romana, sin el disfraz de la luz eléctrica, se abandonaría en el triclínium esperando su mejor hora: la de acostarse. En el lecho, Vespasiano la cargaría de besos y de sueños imperiales. Y ella, arrullada por el lujo de la seda, se dormiría en sus brazos acordándose de cuando era esclava, sabiendo que sus hijos Tito, Domiciano y Domitila no pasarían nunca hambre.

Yo, a veces, me imagino que vivo en el año 69 d.c. y soy la hija del Emperador, rodeada de aduladores, pretendientes, regalos y cenas eternas que empiezan a las cuatro de la tarde y terminan entrada la madrugada. Cenas con pescados de las mas variadas clases: salmonetes, anguilas, lenguados; aves: tordos, tórtolas, perdices, lirones; y carne de cordero, cabrito, cerdo o jabalí. Postres con frutos secos, pastelitos de miel y vino en abundancia, sólo o con agua y miel. Sin embargo, ahora, de vuelta del mundo de los sueños, devoro un plato tan poco imperial como el arroz a la cubana. Con su sencillez lo tiene todo: la energía vigorizante de la fécula, el rojo ardiente del tomate y la temblorosa isla de yema huevo. Adoro romper con el tenedor la perfecta bandera tricolor del plato, componer nuevos colores mezclando el rojo, el amarillo y el blanco. Luego, cuando aún humea, sucumbo a los sabores simples de amalgama perfecta para después consolarme pensando en que, si bien mi novio no es emperador ni se llama Vespasiano, al menos me lleva a pasear los domingos soleados en su Vespino.

DOMITILA ES FELIZ -Marisa Fanlo Mermejo-

Domitila es una mujer feliz. Antes era marinero. Le encantaba salir a cubierta a la hora de acostarse para mirar el horizonte. Tenía muchos amigos con los que salía cuando desembarcaban en algún puerto. Pero nunca ninguno supo su secreto. Se enteraron después, cuando alguien les contó que se la habían encontrado en un parque con un hombre y unas tetas nuevas.

A Domitila le dio igual que la viese aquel antiguo compañero. Aunque sabía que a los pocos días lo sabrían todos los demás. Le daba todo igual porque era feliz. Además del hombre y las tetas nuevas, Domitila tenía un coche, un fiat stilo que la llevaba todos los días a trabajar a un restaurante de carretera.

Hoy Domitila está haciendo arroz a la cubana. Hace un descanso y sale a fumarse un cigarro a la puerta del bar de carretera. Cuando vuelve a entrar lo hace por el bar y no por la puerta de la cocina. Al acercarse a la barra un hombre se gira. Ahí están esos ojos verdes. Desde entonces Domitila tiene de todo. Desde entonces, Domitila es feliz.

 Sonriente

Javier es comercial. Vive solo y no tiene ningún horario fijo. Lleva un fiat stilo de la empresa que acaba de aparcar al lado de un bar de carretera. Quiere comerse el arroz a la cubana que ha leído en el menú de la entrada y echarse una siesta en el coche. Tiene que estar en Fraga a las seis y aún son las dos. Le da tiempo hasta de tomarse una caña en la barra. Cuando está esperando la caña oye la puerta del bar, se vuelve y ve a Domitila.

Le recuerda vagamente a una tía con la que se lió en un parque hace unos años durante una borrachera. Sus tetas le recuerdan a la misma tía. También recuerda como una pareja de verde le despertó horas después.

Javier le pregunta a Domitila si esa noche, a la hora de acostarse, pensará en él. Domitila le mira a los ojos y se acuerda del mar.

Arroz a la cubana de Julia Gallego

ARROZ A LA CUBANA

El coche de Manuel Medina no es nuevo. Cuando vienen sus hijos, una vez al mes, le recriminan.

-Papá- le dicen-éste coche ya está viejo, podrías comprarte otro más moderno de esos de última generación.

Pero él no quiere comprarse otro coche ni otro modelo. Le gusta el suyo: un Fiat Stilo, de color verde.

Piensa que nadie le entiende. A Manuel Medina le gusta su trabajo, pero hace medio año que el director de su departamento no aceptó su proyecto de construir pequeños establecimientos de comida, donde el arroz a la cubana se hiciera tan famoso como la paella de Valencia o el cochinillo asado de Segovia. Manuel Medina sabe que el quid de la cuestión reside en el antagonismo existente entre los otros asesores que forman el equipo, como él, que tienen despachos propios y se ganan la vida con negocios más turbios.

Cuando el día despunta sale a la calle para tomar un café, una magdalena y algunas tapas, un trozo de tortilla de patata los días que cenó poco, después se queda por ahí hablando con otros, hasta cinco minutos antes de que se abran las puertas de la empresa para la que trabaja.

Manuel Medina tiene sesenta años. La mujer que está sentada a su lado es la secretaria, se llama Domitila, y todavía no ha cumplido los treinta.

Domitila miró discretamente el reloj, está preocupada porque el tráfico, a esas horas, se torna más denso. Manuel notó el gesto, pero se mantuvo callado porque sabe que cuando salgan, como otras veces, se ofrecerá para llevarla de vuelta. Manuel Medina dirá:

-No te preocupes, llegaremos a tiempo.

-No estoy preocupada- responderá Domitila, mientras se ajusta el cinturón de seguridad.

Y, él, girará el coche a la derecha, hacia un camino de zahorra, dejando atrás el polígono industrial, hacia la carretera. Como de costumbre cuando el tráfico se complique, Manuel Medina acabará tomando un atajo.

-Como siempre, tu trabajo de hoy no ha sido estupendo- asevera Domitila que ha advertido la expresión seria de Manuel

Manuel Medina no contesta.

-Es una lástima que el director no sea capaz de apreciar, al detalle, tu proyecto-continua diciendo Domitila mientras se enciende un pitillo-. Si lo hiciera, nuestra empresa sería conocida en toda España. Y también engrosaría el bolsillo de los accionistas.

Manuel Medina sigue sin contestarle, aunque asiente ante la veracidad del comentario. También pensaba que sería infinitamente más apropiado que él, fuese el director del departamento. ¡Por amor de Dios! Después de todo, era él quien conseguía sacar a flote la mayoría de los proyectos. Gracias a él, la Marketin Spain se había convertido en una de las mejores empresas en el negocio de la restauración. Hasta la revista Vivir y comer lo aseguraba en un artículo.

-No te preocupes- murmura-. Y como un ciego tanteando suavemente el sitio, la mano derecha de Manuel Medina, apenas le roza la pierna.

Domitila apaga el cigarrillo y suspira, después dice juguetona:

-Buenas tardes, mi amante egoísta...

Manuel Medina se hundió en sus ojos marrones y la vio tan bonita, tan alegre y tan joven. Apartó la mirada.

-Tienes razón, estoy siendo egoísta, pero por mucho que me esfuerzo no dejo de pensar que soy un vejestorio imbécil y ridículo. Dicho con otras palabras, soy un vejestorio separado que anda por ahí exhibiéndose con una joven de la edad de mi hija.

Domitila tomó la mano que se retiraba, la besó, apretándola con fuerza contra los labios.

Manuel Medina jamás había estado tan enamorado, tan loco por una mujer como lo está de Domitila. Ya se había casado una vez y no fue muy buena la experiencia. Una cosa, sin embargo, no quita la otra.

Los sollozos estremecían el cuerpo de Domitila. Durante unos segundos Manuel Medina no dijo nada.

-Lo siento-dice Domitila, cogiendo varios pañuelos de papel-. No quería llorar.

Durante largo rato, ninguno de los dos habló. Luego Manuel Medina recordó la última vez que lo hicieron. Se lo imagina tan vivamente que incluso levanta el pie del acelerador y se pierde en un parque cercano. Cuando apagó la llave de contacto, la voz de Domitila le lleno de deseo:

-¿Quieres dictarme alguna carta?-bromea, acariciándole la nuca.

Los temores de Manuel Medina respecto a su potencia sexual desaparecieron en el acto.

-No es demasiado temprano para que nos divirtamos un poco ¿verdad?- pregunta Domitila, abalanzándose contra el cuerpo de Manuel Medina, percibiendo su excitación.

-¡No, que va!- exclama tumbándola en el asiento y empezando a arrancarle la ropa, preso de una tremenda exaltación, al comprobar hasta qué punto responde su cuerpo a las insinuaciones de Domitila.

-Vendremos aquí muchas veces. Tengo lo que quiero tener...- musita Domitila mientras la penetra.

-Sí, vendremos- murmura Manuel Medina a Domitila-, me gusta el sitio.

Pero no fue del todo sincero. Tenía miedo de que alguien pudiera verlos.

Ahora Manuel Medina cierra la ventanilla, deja fuera el rumor del viento entre los árboles, los grillos. Se ha hecho tarde. Es hora de acostarse. Mañana es sábado, y vienen sus hijos.

UN CUENTO VENTOSO DE JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ

VIENTO EN POPA.- Por José Manuel González

La vida de un superhéroe es monótona dentro de lo que cabe, tenemos las obligaciones propias de nuestros superpoderes: salvar al mundo de los súper-villanos, defender a los oprimidos de sus opresores, asistir a las víctimas, solucionar las consecuencias de las catástrofes naturales y todas las demás bagatelas que los cómic Marbel se han encargado de airear.

Lo que pasa es que, en el tiempo en que vivimos, hay tantos de mi clase que, a veces, tenemos que pelearnos por ejercer nuestra labor salvadora. Ayer, sin ir más lejos, tuve una terrible trifulca con "El Hombre de Paja", -no confundir con Pajaman que como todo el mundo sabe es de los malos y un guarro- , tan prepotente él, quería apagar el incendio declarado en una gasolinera. El caso es que yo llegué primero, pero se empeñó en ayudarme sin darse cuenta de que su cuerpo arde con facilidad y que toda la gracia de sus superpoderes consiste en ir dejando un rastro de pajitas por donde pasa y salir volando cuando sopla una ráfaga de viento. Por eso tuve que llamar a mi amigo Waterman para apagarlo (al Hombre de Paja, la gasolinera ardió por completo).

 

El viernes veinticinco de mayo me levanté con la firme convicción de dar un giro a mi vida. Lo tenía decidido, a partir de ese día iba a adoptar una personalidad secreta. Con muchas dificultades me confeccioné un traje de camuflaje que consistía en:

-Pantalón vaquero, gastado por las rodillas, con su roto deshilado y bolsillos en el culo.

-Camisa de cuadros con bolsillo en el lado izquierdo y botones de nácar de cuatro agujeros.

-Zapatos marrones, gastados en la suela y los talones, con cordones y una mancha en el empeine derecho.

También me hice con una gorra de esas de béisbol con visera enorme, pero fui incapaz, tras muchos intentos, de mantenerla puesta algo más de unos segundos sobre mi etérea cabeza.

 

Tras el desayuno de todos los días (leche ozonizada, galletas de protones con neutrinos y el aburrido zumo de roca) salí de casa decidido a no utilizar mis superpoderes.

Por la calle vi a Súper Vulpes, con su rabo al viento, su hocico respingón y sus orejitas color canela. Ella, como siempre, me saludó como se saluda a un extraño al que ves todos los días

-¿Qué tal Súper Cierzo? Dijo peinando sus velludos brazos y sin levantar la vista.

Yo no pude menos que ocultar mi decepción y me largué soplando en dirección noroeste fuerza tres. Al llegar a la esquina vi la típica cabina telefónica y con la rapidez del viento -que por algo soy Súper Cierzo- me coloqué el traje con mi nueva identidad.

 

El resultado fue impresionante. Nada más verme Vulpes alzó esos increíbles ojos color avellana y frotó sin disimulo su frondoso rabo entre mis piernas. No pudo evitar su naturaleza, siempre ha sido y será un zorrón. Por un momento, creí que me iba a descubrir, que mi cuerpo de aire se desintegraría dejando en el suelo el disfraz, pero por increíble que pueda parecer, nada de esto sucedió.

 

Vulpes quedó prendada al instante de mi aspecto desvalido. Yo la veía seguirme, con disimulo, mientras recorría la calle andando (si han escuchado bien ¡andando! ¡Sobre el suelo! ¡Sin volar!) La sensación de libertad era increíble.

 

Continué callejeando durante más de una hora viendo la sombra peluda de Vulpes que merodeaba ya con descaro. Dos veces estuve tentado de descubrirle mi verdadera identidad, pero en el último momento resistí el impulso. Ahora me sentía un tío importante, querido, atractivo incluso. Sabía que tenía que entrar en una situación comprometida para dejarme salvar y así culminar mi transformación. Por eso, cuando vi aparecer el enorme camión de la basura no lo dudé. Crucé la calzada con gesto distraído y paso decidido. El camión, lanzado cuesta abajo, fue incapaz de frenar. Ese era el momento para que interviniese Vulpes, pero en el último instante, cuando sus potentes piernas iniciaban un acrobático salto, fui izado por el aire asido por los sobacos. Levanté la vista lleno de rabia para comprobar quien era el aguafiestas.

-Tierra trágame -me dije- es Tramontana mi ventosa novia.

Me dejó con suavidad cerca de la parada de metro. No me reconoció, sin embargo, creo que encontró algo familiar en mi aspecto.

Muy asustado, me deshice del disfraz y me dirigí a nuestro bar preferido, a la Rosa de los Vientos, donde me esperaban Siroco, Mistral y Tramontana que seguía algo mosqueada por no poder relacionar a quién le recordaba la cara del panoli que había salvado.

 

Como cada viernes, tomamos un extenso surtido de aguas ionizadas y el típico oxígeno puro que sirven en todos los bares de superhéroes. Siroco inició una de sus locuras, soplaba cálido como la fragua de Vulcano; Mistral bebía de su copa harto de todo, mientras, Tramontana miraba buscando en mi cara la sombra de la culpa. Yo, por mi parte, desviaba la conversación hacia temas triviales: las próximas elecciones al consejo estelar, los precios de los vehículos espaciales y lo mal que se está poniendo aparcar en la Luna. Para Tramontana era evidente que estaba ocultándole algo. Me sometió a un sutil interrogatorio hasta que me derrumbé. Canté como un jilguero, le enseñé mi disfraz algo manchado de asfalto y ella empezó reír con fuerza lo que motivó el consiguiente vendaval y las protestas del pesado de Mister Granito, quejándose de que, su querida Súper Piedra Pómez, había salido despedida al fondo del bar con su consumición incluida.

 

Lo gracioso de todo es que Tramontana no se lo tomó nada mal, cuando terminó de reír me estampó un beso que resonó como un trueno y derribó, nuevamente, varias consumiciones.

 

Tras las miradas asesinas del dueño del local, nos largamos con viento fresco (o cálido, según se mire). El día había sido agotador y hasta los superhéroes necesitamos un descanso.

 

Pina 11 de junio de 2007

Tocata y fuga: un ejercicio de autores múltiples del taller de Daniel Gascón

Tocata y fuga

- Supongo que piensas que eso lo cambia todo - dijo.

- Pues claro que lo cambia. Si al menos hubiera sido con una desconocida... pero  no, tenía que ser con ella. ¿Qué quieres? ¿Qué siga saliendo con vosotros y acordándome toda la vida? Lo que más me jode es que me lo habían avisado tantas veces... y como una gilipollas no les había hecho caso iY no pongas esa cara de cordero "degollao"! iMe pones mala!

- Tú sí que me pones... bueno, ya sabes cómo me pongo cada vez que lo hacemos. Aunque no creas, no eres la que mejor me lo hace, ino!, ini mucho menos, tonta engreída! A ver si te enteras de una vez por todas de por qué me fui con otra.

- Pues ¿sabes qué te digo?, que, que... que te largues, que tengo a otros esperando. No te necesito.

- Ah, ¿no? ¿y cómo vas a pagar esta mierda de piso de 20 metros con tu sueldo mileurista?

- Compartiré piso con Bea o con Sergio...

- Ya o con tu madre.

- Pues seguro que ella no me traicionaría como tú.

- Lo que te pasa es que te gusta vivir bien a mi costa y viajar en mi Mercedes descapotable. Eres una aprovechada y una mierda seca  miserable. Y ¿qué te crees? ¿que no te veo cómo miras con ojillos al butanero?

Luego llegó el silencio, pesado, absurdo, envolvente, nítido, atronador, implacable, y se tornó tranquilo, cercano, limpio, común y sincero. Ella cogió su mano y, como siempre, hicieron el amor encima del piano.

30 de mayo de 2007

CHICA MARAVILLOSA - CUENTO SOBRE PERSONAJE IMAGINADO- ARRATE

Nunca hablé con Carla, era demasiado popular para fijarse en mí. En la discoteca futurista con decoración plateada, ella resaltaba como un trozo de oro en el agua. Sus cabellos rubios parecían alambres retorcidos,  colgando graciosos de su cabeza. Vestía un mono dorado que marcaba sus pechos, aunque sin duda lo que más me gustaba, era su rabo: largo, sensual,impecablemente enroscado a la silla dónde se sentaba a tomar un zumo de patata. Esa noche me senté a su lado, de espaldas y despacio, toqué con mi rabo el suyo, en un gesto amistoso. Ella se volvió lentamente hacia mi, su mano acarició la mía, me enseñó sus colmillos, y su rabo se enroscó amenazante a mi cuello...

Y a mi me gustaría saber, doctor, por qué cuando llego ahí, me despierto.  

                                                                                          FIN   

El señor

Por Jaime Sanz

El señor José, pese a su nariz llena de venillas rojas, alcohólicas; y a sus ojos legañosos, llenos de huevas de moscas que se los están comiendo, es una persona que se hace querer.

Pone las calles de Poblanova mucho antes de que levante la cresta el más madrugador de los gallos. Saluda muy educada y cariñosamente a todo aquel con el que se cruza por las empinadas y empedradas calles de la villa.

La vida no es nada fácil en los arrozales. Bien lo sabe el señor José. La tierra, que es la madre; y el agua, que es la vida, se filtran a través de la carne y pudren los huesos en acto homicida.

La tasca es el punto de reunión de los lugareños. El hombre acude a la hora del almuerzo para tomar un tentempié y charlar amigablemente con los parroquianos.

Todos los poblanovenses se llevan muy bien. Son pocos y, sin embargo, bien avenidos. Da igual su edad o su condición social.

En el lavadero público, las comadres parlotean sin malicia entre gruesas pastillas de jabón y el armónico murmullo del agua clara.

Acabado el agotador jornal, ya de noche, el señor José se va a su casa al borde del río. Quiere preparar el hacha para partir leña al día siguiente. Suavemente, limpia los restos de sangre y de pelo humano del hacha...

Mis sueños y yo Julia Gallego

 

No era alto, ni guapo, ni tenía los ojos verdes cuando le conocí. Mis sueños y yo, nada que ver con aquel tipo rechoncho, de nariz grande y prominente y con los ojos tan saltones como el sapo del primer cuento que leí. Pero, tal vez, ésta primera apreciación mía no sea del todo cierta, tal vez todo se debiera a mi reciente operación de corrección de miopía que, por aquel entonces, me habían practicado en una clínica de reciente inauguración: la clínica Leoninas. ¿Qué por qué había supuesto, o pensado o váyase usted a saber, que algo tenía que ver mi operación con todo esto? La verdad es, que no me fue nada fácil dar con el meollo de la cuestión. Me explico: desde hace cierto tiempo, para se más exacta en lo que se refiere a ¿cuanto?, diré que, desde que comencé a padecer un fatal y pertinaz insomnio, a causa de mi ruptura con mi anterior pareja, un tipo alto, guapo, y con los ojos tan verdes como el trigo antes de su maduración, antes de su cambio a un tono más preciado: el dorado. Así, y desde la primera noche en que mis párpados cerraron filas, negándose una tras otra, y otra vez a cerrarse, comencé a practicar un excitante y extraño juego. Al principio, quise valerme de un viejo diccionario de mis primeros años de joven estudiante de EGB, el diccionario de Rancés, de la editorial Ramón Sopena. La fecha exacta de su primera o segunda o, tal vez, tercera edición; ni la ciudad donde estaba ubicada la editorial, a más que más, del diseño de la cubierta, amén de todos los prolegómenos común a todos los libros, no puedo precisarla, pues, intuyo que, en el mismo instante del despegue de la portada y la contraportada del texto, hacia quién sabe qué lugar más recóndito y polvoriento de la librería, esa segunda o tercera hoja en la que se exponen al lector esos datos, decidieron hacer lo mismo dejando al resto de las hojas en una desnudez impresentable para el resto de los mortales. Pero bueno, querido lector, a lo que iba. ¡Sí! ¡Sí! ¿No lo recuerda? Volvamos al tema del juego al que hago referencia unas líneas más arriba, en la página anterior. ¡Aja...! ¡Ahí...! En lo de Excitante y extraño juego...Y sigo: Comencé a zambullirme por el nombre de la clínica: Leoninas. Al ver la brevedad de su significado, comprendí que los tiempos cambian para todos, incluso para los libros. Pero como aquella noche, parecía que yo estaba en plan filosófico, pensé que, tal vez en aquellos tiempos de escasez y sueldos miserables, muchos académicos habrían decidido comerse las palabras.. Tras un largo y estridente bostezo, la nostalgia, me hizo, de nuevo, pasar, con rapidez, sus páginas. Instantes después, lo abandoné, definitivamente, sobre la mesilla y apagué la luz. Al cabo de quince minutos, más o menos, me levanté de la cama, y a tientas, sin encender la lamparita azul de macramé, para no despertar al que roncaba tan rítmicamente, y tras tropezar, varias veces, contra unas zapatillas de deporte y unas botas de cuero, me alejé del dormitorio. Así, con el dedo gordo del pie izquierdo dolorido, y el meñique del derecho hecho unos zorros, me encontré sentada frente al ordenador, bajo la escalera que conduce a la buhardilla.

Después de vacilantes trac trac, ram ram, y pif pif, aparecieron sobre la pantalla, con un ritmo vertiginoso, y parpadeando: exageradas, desmedidas, excesivas, exorbitantes, inmoderadas, injustas, arbitrarias, abusivas: leoninas.

-¡Por fin!- dije, para mis adentros.

-¿Así que fui injusta y exagerada, amén de, arbitraria, abusiva, exorbitante, inmoderada y mala con él, por culpa del nombrecito de la clínica?- me pregunté.

Y volví a la carga: diabólica, infernal, maldita, maléfica, virulenta, extremista, y rematada: mala.

-¡Vaya! ¡Vaya! A menudo psicoanálisis freudiano me estoy sometiendo yo misma- grito, esta vez.

A mi espalda, alguien susurra mi nombre. Viene corriendo y me mira frenéticamente. Está excitadísimo.

-Me has asustado- le digo-. Creí que dormías.

En ese momento empieza a mover levemente su cuerpo relajado y húmedo. Y, esta vez, desde los profundos rincones de mi cuerpo, deseo abrazarme, acariciarle con mis dedos los ojos, la nariz; su nariz grande y prominente.

CUENTO SOBRE UN PERSONAJE IMAGINADO POR JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ

CUENTO SOBRE UN PERSONAJE IMAGINADO POR JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ

PULEX IRRITANS Por José Manuel González

Hace poco más de dos meses que soy pulga. Mido menos de cuatro milímetros y soy capaz de saltar distancias que superan los 9 metros (lo que no está nada mal si consideramos que cuando era hombre y medía 1,70 hubiera correspondido a un salto de casi cuatro kilómetros)

 

Mi transformación comenzó una mañana del mes de marzo. Ese día sentí, bajo el calcetín, una irresistible picazón que me hizo rascar hasta que manó la sangre. No pude localizar al insecto que me vampirizó, pero inocente de mí, fumigué la casa con el apestoso insecticida que me recomendó un amigo. No se si por efecto de las piretrinas o por una extraña reacción alérgica, caí en un profundo letargo junto a mi sofá preferido. Oía los ruidos del exterior, pero era incapaz de moverme. Solo sentía unas irresistibles ganas de quedarme inmóvil, mientras menguaba y menguaba. Consumiéndome desde fuera, fui perdiendo lentamente mi aspecto de hombre. Era tanto mi deterioro y tan evidente la merma de mis carnes, que estaba convencido de que en pocos días me habría reducido a unas pocas células muertas y que, quizás, algún ácaro aprovecharía mis restos para su magro alimento.

 

Poco a poco fui consolidando una forma ovoide. Mi vida transcurría a un nivel un poco mayor que el celular. Entre las protectoras fibras de mi alfombra de auténtico pelo de camello, pasaban los días en placentero letargo. Nadie me importunaba con sus gritos, nadie me pedía dinero en los semáforos, sabía que estábamos en mayo y me importaba una mierda la declaración de hacienda. Vivía en un estado de completa felicidad, mientras mi metamorfosis, como la de Kafka, se completaba lentamente, pero a ritmo constante.

Cuando las condiciones de humedad y temperatura fueron las apropiadas, se produjo mi eclosión a la vida de larva, sin embargo aún tenía pendientes tres mudas hasta llegar al estado de crisálida, antesala de la vida adulta. Alimentándome de detritus y de la sangre digerida en los excrementos de otras pulgas, fui creciendo sin preocuparme de los dolores de piernas que antes me atormentaban, ni de los horarios de los trenes y el despertador de la mesilla de noche. En mi universo diminuto y cálido, paseaba entre los pelos inmensos de la alfombra, buscando restos de comida y a otras larvas con las que compartir experiencias y quizás practicar el canibalismo si el hambre apretaba.

 

El estado larvario de las pulgas, en el caso de las Pulex irritans -la pulga del hombre como es mi caso- es muy variable en el tiempo, puede durar de 9 a 202 días. Yo tuve suficiente con cuarenta y cinco días, así que, en el principio del verano, tejí un capullo de seda alrededor de mi cuerpo larvario y soporté una nueva transformación, esta vez a pupa.

Leí en alguna parte que las uñas de los pies crecen al mismo ritmo que la deriva de los continentes. No sé si esto podrá aplicarse al exoesqueleto de quitina, pero la verdad es que sufrí por pasar de la consistencia blanda y libre de mi cuerpo de gusano a la encorsetada rigidez de mi nueva forma y, los pocos días que invertí en el cambio, me resultaron eternos.

 

Mi vida de pupa pasó sin sobresaltos, esperando el completo desarrollo del imago adulto que ahora soy. Sabía que a finales de julio llegarías a casa, que te sorprenderías por mi ausencia y me buscarías por todas partes, que te sentarías en el sillón junto al teléfono, que escucharías los mensajes del contestador, que me brindarías tus piernas desnudas, accesibles e indefensas a mi voraz aparato picador-chupador.

 

Mi primera comida fue gloriosa. De un salto subí a tu pubis acogedor y piqué con deleite. Succioné la sangre cálida que fue mi primer alimento adulto. Igual que un amante novato, perforé torpemente tu piel perfecta y fragante. Luego no pude parar, lo reconozco, toda mi vida de pulga sin ingerir algo decente me hizo olvidar las mínimas normas de cortesía y piqué y piqué con avidez hasta convertir tu cintura, tu ingle y tu bajo vientre en una constelación de bultitos escarlatas que pronto empezaste a sufrir.

 

Tu mano recorría las picaduras buscando alivio, clavando esas longilíneas uñas rosa palo, pintadas con tu esmalte preferido de cobertura perfecta y textura nacarada.

 

Yo te veía sufrir por la incertidumbre de mi ausencia y por la desazón del prurito. Agazapado en tu ropa interior, convertido en un nuevo Nosferatu, esperé a la noche. Tú no lo sabías, pero la mutación había comenzado y con ella nuestra nueva vida juntos.

 

Pina 22 de mayo de 2007

 

 

 

MIS PERSONAJES -POR JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ

EL SEÑOR JOSÉ

 

Al Sr. José siempre le lloraban los ojos. Una eterna legaña de consolidada consistencia le nublaba la mirada y te obligaba, irremisiblemente, dirigir la vista a sus ojos.

 

Nada importaban las rotundas formas de su cara, la nariz etílica o las orejas velludas, sólo sus ojos de un gris pedernal te hacían evocarla intensidad de su larga vida.

Pero de pronto, como surgida de la nada, estallaba la risa en su boca abandonada de dientes y la carcajada ronca cargada de saliva te obligaba a quererle sin que te importaran sus lágrimas de moco.

 

 

PULEX IRRITANS

 

Vivo en una montaña frondosa, oscura y pegajosa. Odio el rock y la música estridente, pero no tengo más remedio que aguantarme.

 

Mis poderosos saltos, hay quien diría que sobrehumanos, me permiten viajar, siempre saltando, de la montaña oscura al trigal luminosos y de ahí al desierto liso calvo de bosque.

Sin embargo, un día, sin saber por qué, cuando mejor estaba en la sabana rubia, acabé en la barba del motero de los ojos de sapo.

 

Triste sino para quien nació pulga!