MARCADOS. ARRATE GALLEGO
Llegué al pueblo de Arla como maestra en Septiembre. Era un hermoso y pequeño pueblecito en Galicia de calles estrechas y casa de piedra, con olor a humo y humedad.
Conocí a los veinticinco niños de la escuela el primer día, y a la mayoría de sus padres también, gente trabajadora y simple, dedicada en su mayoría al campo. Además conocí a María, una señora de cuerpo deforme, con una joroba en la espalda, pero que caminaba erguida, más bien tiesa, con los bolsillos repletos de caramelos para repartir a los niños, quienes lejos de burlarse de su aspecto, la apreciaban por su dadivosidad. Ella me convenció para que me quedara a vivir allí y no viajara tanto, me alquiló una pequeña casita contigua a la suya, en el primer callejón de la calle principal. Su risa era ruidosa como el cacareo de una gallina, y sin duda me alegraba los días, pronto se convirtió en una amiga.
Durante mi primer año de maestra en el pueblo, Claudia, una alumna de tercer curso perdió a su padre en un accidente, todos lo sentimos mucho y sus amigos la apoyaron más que nunca.
En mi segundo año allí, cuando comenzaba la Primavera, Oscar de cuarto curso, vio impotente como su mamá se moría de un cáncer fulminante. Claudia y sus amigos le rodearon para consolarle.
Casualmente los padres fallecidos se habían construido una casa recientemente, y se murieron sin apenas disfrutarla. María decía que existen casualidades fatales, que hay que aceptar sin más, aunque sin duda en un pueblo tan pequeño el impacto es mayor.
En clase, los niños comentaban que era una maldición: si alguien se construía una casa moriría, o lo que es lo mismo:” A jaula terminada pájaro muerto “. Hablé con ellos, intenté hacerles comprender que el azar es así de imprevisible, que puede haber penosas coincidencias, pero que no era más que eso. Acepté su silencio como un signo de que lo habían comprendido, y continué la clase.
Durante mi tercer año allí, antes de las vacaciones de Navidad, el padre de José, uno de los chicos mayores de clase se murió de un infarto, mientras discutía con una empresa de electricidad, el día en que le darían energía a su nueva casa. Después del funeral, cuando volvíamos del cementerio, vi a los tres niños hablando: Claudia, Oscar y José, me acerqué a ellos y les abracé, Claudia susurró en mi oído: no hay tantas casualidades señorita. Yo no supe qué contestar, la tristeza aprisionaba mi garganta hasta la fatiga, mientras observaba cómo la tristeza invadía sus ojos sin remedio.
Esa noche no podía dormir, pensando que a cuatro de mis niños se les había muerto un padre, desde que yo había llegado al pueblo. Puestos a ser supersticiosos y a pensar mal, quizás era yo la culpable de todo, y quien había traído la mala suerte al pueblo.
Pasé la Navidad con mi familia, lejos de Arla, intentando olvidar toda la tristeza que les rodeaba.
Cuando regresé a mis clases, todo seguía su marcha habitual. Hablé con María de mi sospecha y se rió con ganas. ¡Estás loca, cómo se te puede ocurrir tal cosa! y me contagié de su risa, y me dejé llevar de su eterno optimismo, y me reí con las ganas de quién descubre la risa por primera vez.
Durante las vacaciones de verano, me casé con Marcos, mi novio formal desde hacía dos años, pero al que veía poco por nuestros trabajos, el consiguió el traslado a un pueblo más cercano para poder vivir juntos en la casita que yo tenía alquilada. Tiempo después Marcos compró una finca al lado de la escuela para que, con el tiempo, y ahorrando mucho, edificáramos una casa, como esas tres nuevas que había en el pueblo. Era un hermoso proyecto para realizar juntos, sin duda, sólo que un creciente desasosiego se apoderó de mi.
El padre de Julia estaba terminando su nueva casa cuando llegó la siguiente Navidad. Sus ojos tristes miraban a Claudia, Oscar y José buscando respuestas a preguntas que estaban en el aire, yo la observaba temerosa, pensando que era imposible que se repitiera lo mismo que a sus compañeros. Aún así la inquietud crecía a medida que pasaban los días. Julia se mudó a su nueva casa a finales de Enero pero su casa todavía no estaba terminada, a sus papas se les agotó el dinero y no pudieron pintarla ni colocar la baranda del balcón, ni recubrir las escaleras de baldosa. Se veía una casa a medias, pero ellos se sentían muy felices dentro. Esperamos conteniendo el aliento deseando que no sucediera nada, y nada sucedió. La casa de Julia aún no está terminada, aunque hayan pasado cuatro años.
No hubo más casa en construcción durante varios años, entonces mi esposo Marcos inició las obras de la nuestra. Con ilusión compramos todo lo necesario, y la vimos crecer hasta el tejado, en dos años nuestra casa estaba terminada, y ya estábamos preparando la mudanza. Mis antiguos alumnos vinieron a visitarme para advertirme de la maldición.
-¡ Vamos chicos, ya habéis visto que eso no se ha cumplido con Julia! ¡no hay tal maldición!- Los invité a limonada y se fueron cabizbajos. Sus silencios hablaban con más fuerza que sus palabras.
Cuando me mudé lo hice entre alegría, dudas y pesar. María nos ayudó a trasladar nuestras pocas cosas con emoción. Cuando todo estuvo ordenado con las cortinas colgadas, los cuadros y los espejos, me senté a descansar…
Marcos se ha ido a la ciudad a comprar mas clavos, yo me siento en nuestro balcón orientado al oeste, para observar la puesta de sol, con un cuaderno y un bolígrafo en la mano dispuesta a escribir lo que ocurrió aquí. Si todo va bien, mañana continuaré la historia...
FIN
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