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TALLER DE CREACIÓN LITERARIA DE PINA DE EBRO pinaescribe@gmail.com

RELATOS

Mañana

                                     

                  

Mañana (Cuento)

                                                        Por Julia Gallego Pérez                                                      

Era aquel un pueblo olvidado formado por una calle de piedras, unas cuantas casas esparcidas y un destartalado  apeadero.

Y allí, en un viejo banco de madera, frente a los raíles oxidados de una  vía férrea, se sentaba la niña Margarita. Y, cada tarde, justo antes de las cuatro, Margarita le hacía a su madre la misma pregunta:

- Madre. ¿Cuándo seré mayor?

-Mañana, hija, mañana- respondía la madre.

Después, Margarita descendía los dos tramos de escaleras y salía por la puerta que daba a la calle de piedras. El apeadero estaba a sólo cinco minutos de allí. Margarita recorría el primer tramo con paso tranquilo y cuando llegaba a los últimos metros corría como alma que lleva el diablo. Luego se dirigía inquieta hacia el banco y se sentaba. Margarita miraba la hierba que crecía junto a las traviesas, luego a los postes, donde sobre la punta había algunos gorriones. A medida que llegaba a los últimos momentos, su frente comenzaba a gotear. Entonces Margarita se limpiaba cuidadosamente el agua con un pañuelo de papel y lo dejaba caer fuera, sobre el borde resquebrajado del banco. Comprobaba su pulso, primero en su cuello, luego en su muñeca. El corazón le latía como un caballo desbocado. Era la señal. Y Margarita cambiaba de postura. Un momento después, el tren aparecía y emitía profundos y sonoros pitidos que tenían que ser de complacencia. Hacía una interpretación similar de un padre que llama a su hija que está al otro lado, en la acera de enfrente.

-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!- exclamaba, en ese momento, echando a correr hacia él.

-¡Soy yo! ¡Margarita!

 Luego hacía una pausa, alzaba la mano meciéndola de un lado para otro y clavaba sus ojos oscuros y penetrantes en la retahíla de ventanillas que se descubría ante ella. Y aquellas personas, la mayoría adultas, pasaban frente a ella y le ofrecían una vista perfecta de la vitalidad. Y aunque no podía ver su expresión ni podía escuchar nada de lo que decían, ella deseaba profundamente estar allí dentro con ellas, en lugar de aquí afuera, cansada. Después, cuando la última coletilla del tren se perdía en la  curva, Margarita alargaba las manos y cerraba los ojos. Palpaba las formas, las caras, las vibraciones que todavía permanecían aferradas al aire. Y el pensamiento de haberlas perdido le hacía daño. Cuando abría los ojos, todo había cambiado. Era hora de volver a casa.

La llegada a casa significaba la llegada al reposo, a las píldoras, a los silencios.

Era muy extraño, desde que volviera del hospital la niña Margarita fue muy precisa y definida en sus expectativas. Ya no quería ser maestra de escuela ni una estrella famosa, como antes, no, ahora Margarita solo quería  ser mayor.

Todos se preguntaban qué había ocurrido.

Solo su madre sabía. Pero la furia, el dolor y la frustración que la embargaban le impedían hablar con claridad.

                                   "Faltan palabras a la lengua para los sentimientos del alma"

                                                                                  (Fray Luis de León)

 

 

 

ELISA 1º Premio de relatos

                                                         ELISA

 

 

Elisa era especial y ella lo sabía, había caminado entre la muerte desde que era una niña. Desde aquél día en que la miró a los ojos, en su propia casa,

cuando esta se iba  llevándose lo que más quería. Sintió helarse la sangre en sus venas, cuando la muerte pasó a su lado. Un escalofrío recorrió  la piel de todo su cuerpo.  Pero Elisa, criatura inocente, no entendió quién era la muerte, ni sospechó que nunca devolvía lo que se llevaba. Y esta vez se había llevado a su padre. Desolada se sentó en la vieja escalera de piedra hasta la noche. Su vecina, una solterona arrugada y nariguda la cogió de la mano,  la apretó muy fuerte, y en silencio, se la llevó a su casa. Sintió esa noche una tristeza en su ser como nunca antes; no durmió ni comió en dos días, hasta que  su casa se quedó vacía, y el silencio invadió cada rincón , y cada ser que allí vivía. Pasó un tiempo sin que volviera a soñar, incluso pensó que la muerte se había llevado sus sueños para siempre. El color negro invadió su casa, sus ropas y atrapó la alegría entre sus sombras. Cerró las bocas a toda risa, mutiló las manos que daban caricias, y llenó los corazones con el gélido invierno.

Un tiempo después, mientras jugaba en el jardín con su mejor amigo, al lado de la casa de este, Elisa la volvió a ver. La muerte estaba apoyada en una esquina del balcón, como si estuviera esperando. Elisa se asustó, subió las escaleras de la casa y corrió a la alcoba donde estaba acostada muy enferma, la madre de su amigo. Sintió miedo, y tristeza, tanta que no podía hablar. Salió por la puerta de la cocina y sin despedirse se fue a su casa. De madrugada su madre la despertó para contarle que la madre de su mejor amigo había muerto. Pero Elisa ya lo sabía, sabía que aquella era quién se había llevado a su padre. Por eso dormía encogida y helada…pero no dijo nada. El día siguiente se lo pasó sentada en su escalera de piedra, abrazada a su muñeca de trapo con la mira_

 da perdida.

La muerte se llevó también al bebé de Marisa, a los pocos días de nacer. Su pequeño ataúd blanco. Las flores,  invadiendo cada rincón de la casa, llenando el espacio de un aroma  denso. La estrecha repisa de la tumba dónde lo deja-

ron. Todo ello se quedó grabado en su mente con dolor.

Cuando su abuelo enfermó, Elisa se sentó a su lado. Mirando de vez en cuando hacia la escalera, inquieta. La descubrió acercándose  hasta la puerta. Se levantó y se puso en medio de la habitación. –Esta vez no te lo llevas. –Dijo Elisa. -Ahora no.  - ¡Vete!

Miró a su abuelo un instante y luego a la muerte, pero esta se estaba alejando   por la escalera. El abuelo mejoró, e incluso volvió a sentarse en su silla para tomar el sol. Pero ella sabía que eso no significaba una victoria, tan sólo era un aplazamiento. La muerte volvería como siempre.

De mirada triste y corazón alegre, Elisa intentaba ser una niña como las demás. Jugando cada tarde con sus amigos, olvidaba entre risas sus encuentros. Guardaba su secreto celosamente, y nunca nadie, ni Fina, su mejor amiga, sospechaba nada de ella. Sin embargo el dolor asomaba a sus ojos a menudo, y buscaba la soledad para llorar, sin entender. En uno de esos días en que la lluvia se derrama pesadamente sobre los campos, Elisa pensó que ya estaba cansada de visitar cementerios, de contemplar llantos y separaciones. Cansada de ver a la muerte pasando a su lado sin poder hacer nada, dejando desolación en cada hogar. Y siguió pensando que no quería continuar así y que la mejor manera de acabar era: siendo su próxima presa.

La idea surgió furtiva, casi inapreciable, pero fue tomando forma con el paso de los días. La almohada daba forma a la manera de poner un punto final. Sólo restaba un último encuentro, y curiosamente, empezó a sentir un asomo de alegría que invadía su cuerpo, una paz ansiada por tanto tiempo  que le parecía irreal, anómalo sentirla. Y tomó la decisión.

Tenía doce años, no eran muchos, pero le parecían demasiados para haber visto a la muerte tantas veces cerca.

Una tarde gris, se encaminó a la laguna, situada a las afueras del pueblo. No le gustaba ir allí, pues muchos usaban los alrededores para tirar escombros y basura. Hacía un poco de frío y las hojas de los árboles sonaban con el viento. Miró a su alrededor, no había nadie. Se quitó las zapatillas, y las dejó juntas al lado de una piedra grande, y caminó descalza hasta el agua. Sintió frío cuando sus pies se mojaron, y se paró un instante hasta acostumbrarse a la temperatura. Luego siguió andando, hasta que el agua le cubrió las rodillas, la cintura, el pecho…hasta que se hundió. No intentó nadar, aguantó la respiración y cerró los ojos. Entonces, algo le agarró la mano, sobresaltada abrió los ojos, y allí estaba, pálida e inexpresiva. La muerte estaba enfrente, mirándola. Esta se acercó a su rostro y le dijo: - Elisa, no es tu momento, vive, olvida, sueña, ya nos encontraremos…

Cuando Elisa abrió los ojos de nuevo, el cielo azul fue lo primero que miró. Se incorporó despacio, estaba acostada en el suelo empapada, temblando. No sabía cómo había llegado hasta allí, miró a su alrededor asustada, pero no pudo ver a nadie. Miró hacía el agua, estaba tranquila, pero un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar. Se incorporó, se calzó  las zapatillas y caminó despacio  en dirección a su casa. Una frase acudía insistentemente a su mente: no es tu momento, no es tu momento…

    

 

                                                    FIN

                                                                                                     Arrate Gallego

EL BOSQUE DE: ARRATE GALLEGO

                                       EL BOSQUE

 

 

La abuela Carmen vestía siempre de negro. Su silueta pequeña y menuda se dejaba ver en todas partes. Era una mujer activa, nerviosa. Se pasaba el día recorriendo las parcelas de su propiedad que aún cultivaba, alrededor de la pequeña aldea en la que vivíamos. Nuestras casas estaban adosadas la una a la otra, de manera que nuestras vidas se entrelazaban a diario, en pequeñas rutinas o mandados que siempre hacía para ella.

En las tardes de verano, a la hora de la siesta, cuando el calor adormece los sentidos, me iba a su casa para que me contara historias. Sentadas en su vieja cama de madera, sin su pañuelo negro  cubriendo su cabeza, parecía otra persona. Su piel era blanca, inmaculada, como el algodón. Sin bello, sin pecas ni imperfecciones, sin que  estuviera expuesta al sol ni una sola vez durante años. Parecía a mis ojos una ninfa, un hada de cabellos blancos y largos,

que me  protegería siempre, y a quien sólo le faltaban las alas para echar a volar. Siempre se reía de mis ensueños, ella, que ni siquiera sabía leer, ni tenía un solo libro en su casa, y a quien nunca le habían contado un cuento de hadas. A ella le gustaba contar historias de muertos, de casos de desaparecidos, siempre mezclados con la superstición, aseverando que eran del todo ciertas. Le gustaba hablar de lobos, de cómo se comieron a dos bebés. De la señora Juana, a quien habían enterrado viva… Pero sin duda la que más le gustaba era la de Lucas, el leñador. Este buen hombre salía al bosque a cortar leña para venderla, se llevaba su mula bien enalbardada, y la cargaba con troncos y ramas que luego llevaba a casa. Hombre de talante reservado, huraño a veces, pero muy trabajador. Sucedió que en uno de esos días  húmedos de otoño, Lucas no regresó por la tarde a su casa. Familiares y vecinos iniciaron una búsqueda por el bosque durante varios días. Pero lo único que hallaron fue a su mula atada a un árbol, todavía sin cargar, y las ramas desperdigadas por el suelo. Nunca más se supo de él ¡y de esto hacía más de veinte años! Así terminaba la historia la abuela, agregando que tal vez se lo habían comido los lobos, o se había fugado  con otra mujer, o que se volvió loco y sigue vagando por el bosque. Las dudas que sembraba la abuela sobre el fin de este infortunado hombre, me parecían ridículas, pero nunca se lo dije, por respeto. De todos modos la creyese o no, debía obedecerla en cuanto a no adentrarme en el bosque. Aunque lo cierto era que el bosque me cautivaba. Sus árboles  eran tan grandes que oscurecían el cielo, la hierba alta y los helechos, siempre verdes, desprendían un aroma a tierra y vegetación siempre húmeda, que casi se podía masticar. Nunca me adentré más allá del pequeño claro dónde está el laurel, o la pared que advertía del desnivel de dos metros al otro lado. A partir de allí los árboles se juntaban más y la maleza, arbustos y zarzas cubrían los senderos. Cuando la abuela necesitaba  laurel para los guisos,  o para quemar en el fuego durante las tormentas, la acompa- ñaba hasta allí. Con su pequeña hoz en la mano me recordaba a los antiguos druidas cortando hierbas para su poción. Mientras  cortábamos las pequeñas ramas, entre risas y confidencias, uníamos nuestras vidas con el aroma del laurel.

En ese otoño, el de mi dieciséis cumpleaños, la abuela me regaló la azucarera de cristal tallado, su preciado legado familiar, que yo guardé como un tesoro en mi armario. Soñando con dárselo a mi descendencia años después.                                                                                                                Días después, mientras el bosque  se encendía a la puesta de sol, con todos los matices de naranjas y amarillos, asomada en mi ventana, observé a la abuela, caminando hacía allí. Sus pies descendían ya por el camino de tierra, sin volverse en ningún momento hacía atrás. Sabía que no solía salir a esas horas al bosque, pero era una mujer  inquieta, y si algo necesitaba, lo buscaba de inmediato. La seguí observando  hasta que desapareció tras el primer árbol. Entonces agarré mi chaqueta y salí hacía el bosque. Los vecinos regresaban a casa, con el ganado sediento, apurándolos hacía el abrevadero. Me dirigí al camino de tierra que lleva al bosque. Cuando me acercaba comencé a llamarla, pero no obtuve respuesta. Sabía que  había perdido algo de oído en este último año, así que  avancé un poco más y volví a llamarla. Un montón de pájaros se levantaron asustados de los árboles, y se fueron volando. Me paré junto al primer árbol y volví a gritar su nombre, no contestó nadie. Avancé decidida hasta el claro mientras la llamaba insistente, cuando me acercaba, una sombra se movió  muy rápido, entre los arbustos que rodean el laurel y desapareció. El miedo disparó los latidos de mi corazón. Me acordé de los lobos, y de las historias que contaba la abuela. Un nudo me oprimió la garganta, miré hacía atrás, pensando en regresar y esperarla en la carretera. Permanecí inmóvil unos instantes, sin saber qué hacer. Un sudor frío empapó mi piel, respiré profundamente y decidí avanzar un poco más. Con los ojos bien abiertos, y los oídos atentos di unos cuantos pasos más. Cuando llegué  al claro la llamé de nuevo, pero ella no contestó. Entonces la divisé, estaba de pie inmóvil, de espaldas al laurel y con los ojos muy abiertos. Me acerqué hablándole, pero no se movió, entonces advertí que tenía dos dientes partidos  colgando de la boca, con un hilillo de sangre resbalando por su barbilla. Sus ojos totalmente abiertos expresaban miedo, un miedo tan espantoso como el que sentía yo en ese momento. Paralizada, con la boca abierta, bajé la vista y advertí una mancha de sangre enorme, que ocupaba casi toda su blusa, a la altura del abdomen. Grité su nombre, esperando lo imposible, quizá aún quedara un pequeño hálito de vida que recuperar, una esperanza que mantener. No la toqué, mi mano temblorosa apenas pudo acercarse, cuando fui presa del pánico. Se mantenía de pié con la cabeza apoyada en el laurel, y los brazos le colgaban inermes. Grité y grité una y otra vez, mientras miraba en derredor, buscando los peligros que me acechaban mientras crecían las sombras  entre los árboles. Grité con todas mis fuerzas hasta que  varios vecinos se acercaron desde el pueblo. El horror asomaba a sus ojos mientras la observaban, mientras cerraban sus ojos que helaban la sangre. De su mano  soltaron la pequeña hoz que asía todavía con fuerza. Una hoz manchada de sangre, hasta sus dedos, hasta el puño de su blusa. Nadie sabía cómo se sostenía en pie, hasta que alguien se metió por detrás y descubrió la rama que tenía incrustada en la espalda, y que llegaba hasta el abdomen. Santiguándose daban vueltas  alrededor del cadáver hablando entre dientes del demonio. Vino más gente con linternas, y unas mantas. Recuerdo que alguien me agarraba e intentaba llevarme a casa. La  soltaron de la rama que a modo de lanza, se le había incrustado en su pequeño cuerpo. La tendieron sobre las mantas y la envolvieron. Dos hombres la cargaron sobre sus hombros y la llevaron a su casa. No hubo autopsia. Cuando llegaron los de la funeraria, todos dijeron que había sido muerte natural. Así consta en el certificado de defunción. Por supuesto cuando la vieron, tenía  ya los labios pegados, estaba limpia y  vestida con ropa nueva. Sé que días después alguien encontró marcas de sangre en los troncos de los árboles, a una altura superior a la que dejaría cualquier animal. Pero nadie se aventuró a señalar la causa probable de su muerte.

Después de su muerte, no volví al bosque, ni a la aldea. Me alejé lo más posible de ese lugar,  sólo me llevé la azucarera  de cristal tallado en mi escaso equipaje y una hoz pequeña, por si acaso.

 

 

 

 

                                               FIN       

 

 

 

 

                                                            Arrate Gallego

SENTIMIENTO

Pepe siempre se quejaba de todo, que si la economía iba mal, que si estaba harto de su trabajo. Todos los días acudía a la oficina molesto por algo. Pero sin duda, el peor día era el lunes. Y no era sólo por lo de madrugar, porque se acabó el fin de semana...no, era porque había tenido que estar más tiempo con su mujer, quién según él, no le dirigia la palabra. Además de poner en contra suya a los hijos de ambos, todo para fastidiarle. ¡Me siento impotente! Solía decir de vez en cuando. ¡Vamos hombre! mañana lo verás todo de otra manera, le solíamos contestar entre risas mal disimuladas. Su queja cansina nos fué alejando gradualmente de él. Lo observaba a través de los cristales que hacían de pared, como se hundía poco a poco. Sus hombros se desplomaron y se fué encogiendo, como si quisiera desaparecer. Su supuesta impotencia se adueño de él. Esta mañana me he enterado que se ha muerto. Cuentan que ha cruzado la calle y se ha puesto delante de un autobús gritando: ¡Soy impotente! ¡Soy impotente! Mientras el autobus lo arrollaba. A él y a otro transeunte que intentó salvarlo del atropello. Hoy se han desplomado mis hombros y me he sentido impotente.                            

Arrate Gallego

TRIO. ARRATE GALLEGO

TRIO

  

Somos ella él y yo. Los tres compartimos cama, aunque no espacio pues cada uno tiene el suyo bien definido. Vivimos en armonía, respetando nuestros límites, y el de los demás.

A veces  él se va de viaje, y entonces ella es sólo para mí. Sus besos, abrazos y frases cariñosas son sólo mías, desayunamos juntos y compartimos el rincón del sofá que tanto le gusta. Se que ella es feliz , lo leo en sus ojos. Cuando él vuelve  todo sigue igual. Algunas noches mientras ella duerme, me acerco a su cara  y la beso en la mejilla y el cuello. Entonces apoyo mi cabeza en su almohada  mientras huelo su pelo, inmóvil para que no se despierte, luego vuelvo a mi sitio y me acurruco a sus pies, siempre a los suyos, y ronroneo de felicidad mientras me duermo.

  

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Batallitas del abuelo

BATALLITAS DEL ABUELO

Finalista del II Concurso Comarcal E. Jardiel Poncela (Quinto de Ebro, principios de 2007) 

Versión 2006 Por Jaime Sanz 

¡¡¡Menudo coñazo de clase!!! El profesor es un muermo y su asignatura me aburre y me repatea. ¡Mierda!, el tío habla y habla y no se calla ni bajo el agua. Tengo una ganas locas de que llegue el recreo. No se por qué puñetas tengo que estar aquí. Ahora cualquiera puede ganarse la vida de cantante, o liándose con algún famosillo.

La campana del instituto me reanima como un electroshock.

"No os olvidéis de hacer el trabajo sobre la vida de algún familiar en la Historia Contemporánea de España. Da igual que fuera un político, un militar o un campesino; la historia cotidiana también puede valer", recuerda el profesor mientras la marabunta de alumnos huye al recreo. Lamentablemente, alcanzo a oírle. ¡Me acaba de joder el puente!

Después de comer, ordeno un poco el cuarto. Mientras echo un vistazo a las declinaciones latinas, mi madre entra en mi leonera.

-He estado hablando con la madre de Andrés. A su hijo, que va a tu clase, le han encargado hacer un trabajo sobre algún familiar en la historia.-me dice.

-Si-afirmo con desgana.

-Pues acuérdate de que tu abuelo luchó en África, creo que debe haber un diario suyo que escribió entonces.

-Luego iré a mirarlo, mamá-le digo para retrasar la tarea.

Por la noche, mientras todos duermen, me piro al trastero. Creo que allí tengo una bomba para hinchar mi balón de baloncesto. Mañana haré unos triples y algunos mates con mis amigos ¡Paso total del currelo de historia! Una vez abierta la puerta, empiezo a rebuscar entre viejas sillas de camping, viejos tarros de cristal y antiguas maletas del año la polca. De repente, al tirar de una sábana raída y amarillenta, un montón de libros aterriza en mi azotea. "¡Joder, pa´habernos matao!", grito entre ataques de tos provocados por el movimiento del polvo acumulado durante años.

Pasada la tos y el aturdimiento, recojo el estropicio. Un desgastado cuaderno llama mi atención. "Diario de guerra", pone en la perjudicada portada. Empiezo a leerlo por una página a boleo.

 

* * *

 

¡Cómo me duele la cabeza! El olor es nauseabundo. Estoy rodeado de camas con sábanas ensangrentadas, repletas de hombres que gritan y gimen de dolor. Los hay sin manos; los hay sin brazos; los hay sin manos; los hay sin piernas; los hay sin pies; incluso los hay sin brazos ni piernas. Las enfermeras de la Cruz Roja no dan abasto. El calor es asfixiante. De repente, una de ellas se sorprende de verme despierto.

-¡¡¡Doctor!!! El paciente en coma ha vuelto. ¿Cómo se encuentra?- pregunta inquieta.

-Me siento mareado-susurro débilmente en medio de tanto ruido-¿Dónde estamos, qué día es hoy?

-Se encuentra en el Hospital de Melilla. Hoy es veinte de agosto de 1925.

Tras las pertinentes observaciones del médico, alguien conduce mi camilla a otra sala, con pacientes más pacientes y en mejor estado, dentro de lo que cabe. La camilla contigua es ocupada por un mozalbete barbilampiño, herido de bala en un hombro.

Al día siguiente, me siento más despejado y con bastante hambre.

-Así que caíste en una emboscada de las cabilas hace tres meses, según me han contado-me dice espontáneamente de mañana el mozalbete.

-Yooo...-contesto dubitativamente.

-Perdona, yo soy Lorenzo-interrumpe.

-Yo no sé cómo me llamo-afirmo poniendo una cara lastimera.

¡Dios mío! ¡Estaba inmerso, formando parte de aquel horror! ¡Sabía que estaba allí, pero no por qué!¡Y no sabía quién demonios era! ¿Y si tenía mujer e hijos? ¡Me habrían dado por muerto!

Por la tarde, pido a una enfermera que traiga mis pertenencias, a lo que responde que cuando me trajeron inconsciente no llevaba nada encima. Meditabundo e intranquilo, de noche no logro conciliar el sueño.

Está amaneciendo. Veo unas construcciones de barro, habitadas por unas familias de moros. Pese a la guerra, nos sonríen y nos acogen hospitalariamente. La leche y el queso de cabra es excelente. Un niño se acerca hasta nosotros con un cuenco y se le cae al suelo.

Mis piernas tiemblan. Todo era un sueño. Ahora si que amanece de verdad. Desayuno, como y ceno pensativo. Mi compañero Lorenzo trata de consolarme. Me dice que pronto ya me acordaré de todo. Sus palabras me llenan de sospechas y desconfianza.

Me duermo. Oigo un tremendo tiro. ¡¡¡He matado a un oficial!!!

 

* * *

 

Una gotera del trastero me distrae de mi lectura. ¡Mosquis! Son las dos de la mañana. Dejo los libros en el suelo del trastero al tuntún. Cierro la puerta. El viejo cuaderno del yayo me ha tenido entretenido un buen rato.

Una vez en la cama, sueño con África. Me despierto. Me pongo a pensar. Casi no conocí a mi abuelo. Cuando el murió, aún me lo hacía en los pantalones. Ahora recuerdo unas palabras de mi madre. Hace tiempo, me contó que el abuelo fue a África porque no le quedó más remedio. Para librarse, tenía que pagar el equivalente a un año de trabajo en el campo. ¡Vaya faena! Tener que ir a tierra lejana a luchar, a matar gente; a quitar vida, en vez de dar vida a la gente con el trigo, con el pan, con el sudor de su frente. Sudando, sí, pero no sangrando.

Muy temprano, me levanto y desayuno. Mis amigos no tardan en llegar. Había quedado con ellos para jugar a baloncesto. Les digo que no he encontrado el balón. Ellos tienen otro. Alego que estoy leyendo un diario de mi abuelo. "¡Bah! Batallitas del abuelo", responden ellos. ¡Me muero de ganas de continuar la lectura!. Ahí está, sobre la mesa de mi habitación, gastado, con el lomo hecho girones, tal y como lo deje la noche anterior. Lo abro por donde me interrumpió la gotera y leo.

 

* * *

 

Abro los ojos. ¡¡¡Dios mío, he matado a un oficial!!! Oigo pisadas en la oscuridad. Alguien se abalanza sobre mi. Le golpeo. A duras penas, logro encender un quinqué. Pero no es Lorenzo. No sólo no me quiere matar, si no que se está peleando con un malcarado hombre de bigotes cuya cara me suena. Es el oficial al que mato en el sueño. En la refriega, éste apunta a mi cabeza con una pistola.

-¡¡¡Hijo de la gran puta!!! ¡¡¡Te creías que me habías matado!!!-vocifera mi superior.

Me tiro al suelo como alma que lleva al diablo cuando siento que me va a disparar. La bala rebota en una palangana metálica. Una esquirla de la bala acierta al malcarado en el corazón.

-¡¡¿¿Por qué??!!-grito al moribundo.

-¿No te acuerdas de aquel poblado? Esas putas moras no hacen más que provocar. Son todas unas zorras. Esos moros son muy mala gente, tendrían que estar todos colgados. No tendrías que haberlos defendido, soldado Pellicer.¡¡Hubieras pagado por ello!!-fueron las últimas palabras llenas de odio de mi superior, al cual este tiro si le había matado.

Ahora ya me acuerdo de todo. Cuando llegamos al poblado del que acordaba en mis sueños, todos mis compañeros querían violar a las mujeres. Yo me opuse. Mi oficial se puso muy valiente y me amenazó. Yo le apunté mientras sobaba a una mujer que se revolvía rechazándole. Tras dispararle, supongo que alguien me golpearía por la espalda, tras lo cual perdí el conocimiento.

PARA L@S QUE QUIERAN LEER ALGO DE NUESTRO NUEVO PROFE OS PONGO UN RELATO. ¡ESPERO QUE A ÉL NO LE IMPORTE!

HAY OTROS MUNDOS, PERO ESTÁN EN MI CABEZA

Óscar Sipán Sanz

A VECES IMAGINO un hombre sentado delante de una máquina de escribir intentando desprenderse de todo lo que no le gusta y vive en su interior. Tiene la mirada fija en el folio y las mandíbulas apretadas, como si lo fueran a fusilar de un momento a otro. Sus dedos, huesudos y estilizados como los de un pianista, reposan delicadamente sobre las teclas, esperando una señal del cielo o del cerebro, lo mismo da. Van pasando los minutos y los dedos comienzan a impacientarse, haciéndolo notar con un ligero temblor que parte de las articulaciones y se extiende hasta las puntas de las yemas. De repente, comienzan a moverse con soltura: la inspiración se ha posado en el árbol muerto. Las letras se imprimen con fuerza, instantáneas, oscuras y mágicas, y destrozan la quietud de la máquina y la blancura del folio. El hombre escribe durante media hora y luego lee en voz alta:

"A VECES IMAGINO un hombre sentado delante de un teléfono rojo. La luna ilumina el comedor con sus rayos de plata y el hombre espera y se desespera. En varias ocasiones ha creído escuchar el poderoso retumbar del aparato, pero todo ha sido producto de su imaginación. Tiene el ceño fruncido, lo que le da un aspecto de inspector de policía, y las manos colocadas una encima de la otra, casi suplicantes.

Los gatos rebañan los tejados en busca de salchichas y desperdicios que la mujer del carnicero les habrá hecho llegar. Caminan muy tiesos, con la cola parda erguida, en actitud desafiante, y sus ojos extraños y llenos de personalidad se clavan en los del hombre que, sentado junto al teléfono rojo, les mira a través del cristal dejando escapar una lágrima de amargura. De repente, el teléfono rojo explota como una bomba en unos grandes almacenes, inesperadamente, y lo saca de su triste letargo. Lo descuelga ilusionado y alguien susurra:

A VECES IMAGINO un hombre sentado en las frías escaleras de una casa vieja de un barrio obrero cualquiera. Tiene el culo congelado de tanto esperar sobre los escalones de piedra y le duele enormemente el coxis. Sus ojos parecen reñidos entre sí; mientras el izquierdo acaricia el buzón -un buzón pintado de azul cielo con una plaquita en la que hay escrito un nombre y dos apellidos-, el derecho vigila, como un detective a sueldo, la puerta de entrada.

Desde hace mucho, mucho tiempo espera una carta que nunca llega; ineludiblemente, se siente como el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba. De repente, sus oídos perciben un clac, clac, clac que bien podría ser el carrito amarillo con la insignia de correos arrastrado por el cartero. Instintivamente, tensa los músculos semidormidos y se levanta como un resorte. En el ambiente del portal la esperanza es tangible; tangible como un sombrero hongo. El cartero lo ve de pie, pálido y con una mueca de ansiedad y desesperación en el rostro que le delata y, aunque sintiéndose un canalla, agita la cabeza de un lado para otro, rompiendo la ilusión de un hombre en mil pedazos. Reparte las cartas con rapidez y diligencia y enfila sus pasos hacia el exterior. Nada más doblar la esquina, se encuentra con una poetisa de enormes ojos azules y largas pestañas como carreteras que, tras besarle dos veces en las mejillas, le dice:

A VECES IMAGINO un hombre sentado en una mecedora de mimbre analizando un retrato femenino en blanco y negro, a la vez que tararea I Believe In You de Neil Young. Sus ojos recorren el rostro de la mujer como buscando respuestas. Besa mentalmente sus párpados tristes, mordisquea los lóbulos de sus orejas y termina lamiendo unos labios sensuales y angulosos como los de una mujer pintada por Balthus.

La canción se une con el retrato como un puzzle bien hecho y termina explotando en su cabeza. El hombre se retuerce de melancolía y dolor e intenta apartar los recuerdos de un manotazo. Se levanta con el rostro desencajado y se dirige hacia el mueble-bar. Saca una botella de whisky medio vacía y un vaso de cristal opaco -reflejándose momentamente en el espejo interior-, se sirve una generosa dosis y se la toma de un solo trago junto con sus lágrimas".

A VECES IMAGINO UN HOMBRE SENTADO DELANTE DE UNA MÁQUINA DE ESCRIBIR Y ME SORPRENDO ENORMEMENTE AL DESCUBRIR QUE, POR EXTRAÑO Y RETORCIDO QUE PAREZCA, ESE HOMBRE SOY YO.

Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/11/00