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TALLER DE CREACIÓN LITERARIA DE PINA DE EBRO pinaescribe@gmail.com

EL BOSQUE DE: ARRATE GALLEGO

                                       EL BOSQUE

 

 

La abuela Carmen vestía siempre de negro. Su silueta pequeña y menuda se dejaba ver en todas partes. Era una mujer activa, nerviosa. Se pasaba el día recorriendo las parcelas de su propiedad que aún cultivaba, alrededor de la pequeña aldea en la que vivíamos. Nuestras casas estaban adosadas la una a la otra, de manera que nuestras vidas se entrelazaban a diario, en pequeñas rutinas o mandados que siempre hacía para ella.

En las tardes de verano, a la hora de la siesta, cuando el calor adormece los sentidos, me iba a su casa para que me contara historias. Sentadas en su vieja cama de madera, sin su pañuelo negro  cubriendo su cabeza, parecía otra persona. Su piel era blanca, inmaculada, como el algodón. Sin bello, sin pecas ni imperfecciones, sin que  estuviera expuesta al sol ni una sola vez durante años. Parecía a mis ojos una ninfa, un hada de cabellos blancos y largos,

que me  protegería siempre, y a quien sólo le faltaban las alas para echar a volar. Siempre se reía de mis ensueños, ella, que ni siquiera sabía leer, ni tenía un solo libro en su casa, y a quien nunca le habían contado un cuento de hadas. A ella le gustaba contar historias de muertos, de casos de desaparecidos, siempre mezclados con la superstición, aseverando que eran del todo ciertas. Le gustaba hablar de lobos, de cómo se comieron a dos bebés. De la señora Juana, a quien habían enterrado viva… Pero sin duda la que más le gustaba era la de Lucas, el leñador. Este buen hombre salía al bosque a cortar leña para venderla, se llevaba su mula bien enalbardada, y la cargaba con troncos y ramas que luego llevaba a casa. Hombre de talante reservado, huraño a veces, pero muy trabajador. Sucedió que en uno de esos días  húmedos de otoño, Lucas no regresó por la tarde a su casa. Familiares y vecinos iniciaron una búsqueda por el bosque durante varios días. Pero lo único que hallaron fue a su mula atada a un árbol, todavía sin cargar, y las ramas desperdigadas por el suelo. Nunca más se supo de él ¡y de esto hacía más de veinte años! Así terminaba la historia la abuela, agregando que tal vez se lo habían comido los lobos, o se había fugado  con otra mujer, o que se volvió loco y sigue vagando por el bosque. Las dudas que sembraba la abuela sobre el fin de este infortunado hombre, me parecían ridículas, pero nunca se lo dije, por respeto. De todos modos la creyese o no, debía obedecerla en cuanto a no adentrarme en el bosque. Aunque lo cierto era que el bosque me cautivaba. Sus árboles  eran tan grandes que oscurecían el cielo, la hierba alta y los helechos, siempre verdes, desprendían un aroma a tierra y vegetación siempre húmeda, que casi se podía masticar. Nunca me adentré más allá del pequeño claro dónde está el laurel, o la pared que advertía del desnivel de dos metros al otro lado. A partir de allí los árboles se juntaban más y la maleza, arbustos y zarzas cubrían los senderos. Cuando la abuela necesitaba  laurel para los guisos,  o para quemar en el fuego durante las tormentas, la acompa- ñaba hasta allí. Con su pequeña hoz en la mano me recordaba a los antiguos druidas cortando hierbas para su poción. Mientras  cortábamos las pequeñas ramas, entre risas y confidencias, uníamos nuestras vidas con el aroma del laurel.

En ese otoño, el de mi dieciséis cumpleaños, la abuela me regaló la azucarera de cristal tallado, su preciado legado familiar, que yo guardé como un tesoro en mi armario. Soñando con dárselo a mi descendencia años después.                                                                                                                Días después, mientras el bosque  se encendía a la puesta de sol, con todos los matices de naranjas y amarillos, asomada en mi ventana, observé a la abuela, caminando hacía allí. Sus pies descendían ya por el camino de tierra, sin volverse en ningún momento hacía atrás. Sabía que no solía salir a esas horas al bosque, pero era una mujer  inquieta, y si algo necesitaba, lo buscaba de inmediato. La seguí observando  hasta que desapareció tras el primer árbol. Entonces agarré mi chaqueta y salí hacía el bosque. Los vecinos regresaban a casa, con el ganado sediento, apurándolos hacía el abrevadero. Me dirigí al camino de tierra que lleva al bosque. Cuando me acercaba comencé a llamarla, pero no obtuve respuesta. Sabía que  había perdido algo de oído en este último año, así que  avancé un poco más y volví a llamarla. Un montón de pájaros se levantaron asustados de los árboles, y se fueron volando. Me paré junto al primer árbol y volví a gritar su nombre, no contestó nadie. Avancé decidida hasta el claro mientras la llamaba insistente, cuando me acercaba, una sombra se movió  muy rápido, entre los arbustos que rodean el laurel y desapareció. El miedo disparó los latidos de mi corazón. Me acordé de los lobos, y de las historias que contaba la abuela. Un nudo me oprimió la garganta, miré hacía atrás, pensando en regresar y esperarla en la carretera. Permanecí inmóvil unos instantes, sin saber qué hacer. Un sudor frío empapó mi piel, respiré profundamente y decidí avanzar un poco más. Con los ojos bien abiertos, y los oídos atentos di unos cuantos pasos más. Cuando llegué  al claro la llamé de nuevo, pero ella no contestó. Entonces la divisé, estaba de pie inmóvil, de espaldas al laurel y con los ojos muy abiertos. Me acerqué hablándole, pero no se movió, entonces advertí que tenía dos dientes partidos  colgando de la boca, con un hilillo de sangre resbalando por su barbilla. Sus ojos totalmente abiertos expresaban miedo, un miedo tan espantoso como el que sentía yo en ese momento. Paralizada, con la boca abierta, bajé la vista y advertí una mancha de sangre enorme, que ocupaba casi toda su blusa, a la altura del abdomen. Grité su nombre, esperando lo imposible, quizá aún quedara un pequeño hálito de vida que recuperar, una esperanza que mantener. No la toqué, mi mano temblorosa apenas pudo acercarse, cuando fui presa del pánico. Se mantenía de pié con la cabeza apoyada en el laurel, y los brazos le colgaban inermes. Grité y grité una y otra vez, mientras miraba en derredor, buscando los peligros que me acechaban mientras crecían las sombras  entre los árboles. Grité con todas mis fuerzas hasta que  varios vecinos se acercaron desde el pueblo. El horror asomaba a sus ojos mientras la observaban, mientras cerraban sus ojos que helaban la sangre. De su mano  soltaron la pequeña hoz que asía todavía con fuerza. Una hoz manchada de sangre, hasta sus dedos, hasta el puño de su blusa. Nadie sabía cómo se sostenía en pie, hasta que alguien se metió por detrás y descubrió la rama que tenía incrustada en la espalda, y que llegaba hasta el abdomen. Santiguándose daban vueltas  alrededor del cadáver hablando entre dientes del demonio. Vino más gente con linternas, y unas mantas. Recuerdo que alguien me agarraba e intentaba llevarme a casa. La  soltaron de la rama que a modo de lanza, se le había incrustado en su pequeño cuerpo. La tendieron sobre las mantas y la envolvieron. Dos hombres la cargaron sobre sus hombros y la llevaron a su casa. No hubo autopsia. Cuando llegaron los de la funeraria, todos dijeron que había sido muerte natural. Así consta en el certificado de defunción. Por supuesto cuando la vieron, tenía  ya los labios pegados, estaba limpia y  vestida con ropa nueva. Sé que días después alguien encontró marcas de sangre en los troncos de los árboles, a una altura superior a la que dejaría cualquier animal. Pero nadie se aventuró a señalar la causa probable de su muerte.

Después de su muerte, no volví al bosque, ni a la aldea. Me alejé lo más posible de ese lugar,  sólo me llevé la azucarera  de cristal tallado en mi escaso equipaje y una hoz pequeña, por si acaso.

 

 

 

 

                                               FIN       

 

 

 

 

                                                            Arrate Gallego

1 comentario

Encarna -

¡Menudo relato! Un pequeño escalofrío ha recorrido mi cuerpo.
Cada uno de los lugares y personas..., ¡no se podrían describir mejor!.
¡Te deseo mucha suerte en este nuevo capítulo de tu vida Arrate!
Un beso muy fuerte.
Encarna (Pamplona)