Mañana
Mañana (Cuento)
Por Julia Gallego Pérez
Era aquel un pueblo olvidado formado por una calle de piedras, unas cuantas casas esparcidas y un destartalado apeadero.
Y allí, en un viejo banco de madera, frente a los raíles oxidados de una vía férrea, se sentaba la niña Margarita. Y, cada tarde, justo antes de las cuatro, Margarita le hacía a su madre la misma pregunta:
- Madre. ¿Cuándo seré mayor?
-Mañana, hija, mañana- respondía la madre.
Después, Margarita descendía los dos tramos de escaleras y salía por la puerta que daba a la calle de piedras. El apeadero estaba a sólo cinco minutos de allí. Margarita recorría el primer tramo con paso tranquilo y cuando llegaba a los últimos metros corría como alma que lleva el diablo. Luego se dirigía inquieta hacia el banco y se sentaba. Margarita miraba la hierba que crecía junto a las traviesas, luego a los postes, donde sobre la punta había algunos gorriones. A medida que llegaba a los últimos momentos, su frente comenzaba a gotear. Entonces Margarita se limpiaba cuidadosamente el agua con un pañuelo de papel y lo dejaba caer fuera, sobre el borde resquebrajado del banco. Comprobaba su pulso, primero en su cuello, luego en su muñeca. El corazón le latía como un caballo desbocado. Era la señal. Y Margarita cambiaba de postura. Un momento después, el tren aparecía y emitía profundos y sonoros pitidos que tenían que ser de complacencia. Hacía una interpretación similar de un padre que llama a su hija que está al otro lado, en la acera de enfrente.
-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!- exclamaba, en ese momento, echando a correr hacia él.
-¡Soy yo! ¡Margarita!
Luego hacía una pausa, alzaba la mano meciéndola de un lado para otro y clavaba sus ojos oscuros y penetrantes en la retahíla de ventanillas que se descubría ante ella. Y aquellas personas, la mayoría adultas, pasaban frente a ella y le ofrecían una vista perfecta de la vitalidad. Y aunque no podía ver su expresión ni podía escuchar nada de lo que decían, ella deseaba profundamente estar allí dentro con ellas, en lugar de aquí afuera, cansada. Después, cuando la última coletilla del tren se perdía en la curva, Margarita alargaba las manos y cerraba los ojos. Palpaba las formas, las caras, las vibraciones que todavía permanecían aferradas al aire. Y el pensamiento de haberlas perdido le hacía daño. Cuando abría los ojos, todo había cambiado. Era hora de volver a casa.
La llegada a casa significaba la llegada al reposo, a las píldoras, a los silencios.
Era muy extraño, desde que volviera del hospital la niña Margarita fue muy precisa y definida en sus expectativas. Ya no quería ser maestra de escuela ni una estrella famosa, como antes, no, ahora Margarita solo quería ser mayor.
Todos se preguntaban qué había ocurrido.
Solo su madre sabía. Pero la furia, el dolor y la frustración que la embargaban le impedían hablar con claridad.
"Faltan palabras a la lengua para los sentimientos del alma"
(Fray Luis de León)
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