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TALLER DE CREACIÓN LITERARIA DE PINA DE EBRO pinaescribe@gmail.com

PARA EL TALLER DE RAMÓN ACÍN

FRASE

FRASE ______ Ana María Rocañín

El enfermero empujando la silla de ruedas entró en la sala de espera y la aparcó.- ¡Uy, me castiga de cara a la pared! –dijo la señora que ocupaba el cómodo vehículo.- Lo siento, ya le doy la vuelta- Y con la habilidad de un experto conductor la alineo con el resto de los asientos ocupados por los pacientes enfermos del servicio de urgencias.- ¡Hay días que una no debería salir de casa!- continúo la señora del bolso dorado – Iba por la acera y como estaban bajando a un señor con camilla en un portal, al ir a rodearlo, me he resbalado en el piso mojado y me he caído cuan larga soy. Así que en la misma ambulancia me han traído a la clínica. - Buenos días - interrumpió una señora que entraba con sus dos hijas, cojeando ligeramente de la pierna derecha.- Buenos días, ¿qué señora, usted también se ha hecho daño en el pie?- ¡Qué va! Treinta años trabajando sin coger ni unas anginas y desde que me he jubilado no paro de visitar hospitales. Llevo un mes con una cíatica a esta pierna, horrible y hoy cuando iba a las corrientes, al bajar un bordillo me ha fallado el pie y me he ido para abajo y como me he apoyado con esta mano, no sé que me he hecho en la muñeca que me duele muchísimo. Y ahora tengo mal la pierna y el brazo. ¡Si es que hay días en los que una no debería de salir de casa! Entrando, el marido de la señora del bolso dorado que venía de la cafetería le dice: - ¿ A qué no sabes a quién acabo de ver entrar? A Diogo, el futbolista del Zaragoza que se ha lesionado entrenando. ¡Ahora no podrá jugar el partido del jueves! ¡Hay que ver con lo que cobran y que flojos que son! Al cuarto de hora atravesó el pasillo un joven espigado muy serio con la muñeca vendada, acompañado de una despampanante morena de melena ondulada subida en unos altos tacones.-Mira, estos no han tenido que esperar- comento una de las hijas. Tras un buen rato la sala fue quedándose vacía y todos medianamente apañados regresaron a sus casas que por lo visto es donde mejor se está.

 

UN SUEÑO:

Sobre el camino                                                        

                                                                                  Por Julia Gallego Pérez

Oscurecía en mi sueño. Lentamente, como flotando, a ras del suelo, comencé a vagar. Mi propio cuerpo me parecía más ligero, casi sin peso. Seguí avanzando hacia las sombras. La humedad andaba por mis pies. Por mis ojos desfilaban lívidos y estáticos rostros de personas que, sin mediar palabra, desaparecían entre suspiros. Ahora, con aquella compaña de seres misteriosos, y con el corazón latiéndome aún aceleradamente, estaba desorientada. Era como estancarse en medio de un torrente, nadando a tientas como un perro ciego y cansado. Y, de pronto, le vislumbré  sobre el camino: tenía forma de claridad, parecía un destello que, de pronto, ha adquirido normalidad de padre.

-¿Qué haces aquí, papá?- articulé.

-Vine hasta aquí- me dijo.

-¿Para qué?- le pregunté yo.

-Vine a buscar a mamá. La estoy esperando- me dijo-. La estoy esperando desde hace mucho tiempo. Ella se encargará de mí. Ocúpate tú de ir allá y ver qué cosas se hacen.  Eso es lo que importa.

Y él hizo un gesto significativo con la mano, y guardó silencio convencido de que yo le había comprendido. A sus pies resecos, bajo la túnica ancha deshilachada, se arrastraba una silueta de mujer. La vi parada frente a él, mirándole.

Después, todo desapareció entre un gran estruendo.

Del otro lado llegó el primer ruido de la calle. Y, escuché, el soplo de mi marido ahí a mi lado.

-¿Qué es eso?- me dijo.

-¿Qué es qué?- le pregunté.

-Eso, el ruido ese.

-Es el vecino. Descansa, aunque sea un poco, que ya va a sonar el despertador.

 

Una semana después de éste sueño, mi madre sufrió una caída en el baño rompiéndose una pierna. Quince días más tarde, murió.

 Mi padre, ya hacía diecisiete años que estaba enterrado.

 

 

 

SENTIMIENTOS:

                                                                                              Julia Gallego Pérez

La última visita

 

Lo vio sentado, a la puerta del camposanto, acurrucado y con los ojos entrecerrados. Estaba tiritando. Víctor examinó los alrededores, y detuvo el coche junto a él.

-Vámonos- le dijo, por toda presentación.

Perico alzó la vista, se levanto, y se introdujo, torpemente, en el vehículo. Víctor vio que una gran cicatriz  cruzaba el lado izquierdo del rostro de aquel desconocido.

Arrancó, turbado. ¿Y si fuese un delincuente?, se preguntaba. Instintivamente imprimió mayor velocidad al coche, mientras una sensación de vacío le agarrotaba el estómago. Durante varios minutos, le inundaron  una oleada de sensaciones cambiantes pero, finalmente reflexionó: le notó visiblemente débil y decidió llevarle a alguna parte donde pudiera descansar y recibir cuidados.

-Tranquilo, amigo- le dijo, esperando su reacción.

Perico no respondió. Entreabrió ligeramente los ojos y esbozó una sonrisa agradecida.

 

Aquella tarde de noviembre había sido especialmente fría. El cielo estaba cubierto de espesas nubes negruzcas que otorgaban al lugar un particular color de ceniza. El sinsabor casi se podía tocar en el aire.

El recinto, de maciza construcción, desde afuera aparecía como un alcázar inquebrantable. Pero desde el interior de sus inmensas tapias a Perico le provocaba una infinita sensación de desaliento.

No era la primera vez que estaba allí. Conocía de memoria todas las sepulturas de aquella parte del cementerio. Con los ojos cerrados era capaz de reconocerlas. Sabía los odios y las vilezas que albergaban aquellos hoyos revestidos con el oropel del granito.

 Prestó atención al gorjeo bullicioso de una bandada de tordos que desmenuzaba los últimos minutos de la tarde. Debían de estar tomando asiento en la espesura de los cipreses. Eran libres y no tenían conocimiento de su libertad. Había que estar desposeído de todo, para comprender lo que es la libertad.

Se lió un cigarro. Se sorprendió a sí mismo imaginando a sus muertos en algún lugar confuso. Rememoró aquella madrugada que, de improviso, se presentaron en  la casa. Ahora era la imagen de su madre implorando, besando las botas de aquellos infames que, a golpe de culata, se llevaban a cuatro de sus hombres, ante el llanto desesperado del quinto, un chiquillo que apenas levantaba unos palmos del suelo.

 Las ganas se apagaron. Entonces una mancha como de sangre envolvió su infancia, que siguió mascullando un poco más, aletargada, en la sombra del resentimiento. 

 Perico tragó saliva. Le temblaban las piernas. Deseó lanzar un grito de rabia. Pero siguió avanzando. Se abrió paso entre la multitud agolpada de flores resecas instaladas en mitad  del camino, y giró a la izquierda. Caminó por un corto tramo y se detuvo donde estaba el osario. Por un instante  vio que su madre levantaba la vista y lo miraba: lo vio viejo, desamparado y enfermo. Perico se cubrió el rostro con las manos y lloró. Aquella iba a ser su última visita.

 

UNA IMAGEN:

Rastrear con nostalgia                                                         

                                                                                              Julia Gallego Pérez

Había sido un papel olvidado durante sesenta y tres años, y de pronto, en unos  minutos, era la esencia, el objetivo de un trabajo escogido.

Tenía amarillento el blanco del anverso y al desplegarlo contemplé, agobiada, las separaciones y los bordes. Lo puse boca abajo y, adherí, como pude, y con poca destreza, unos trozos de cel-lo. Después lo levanté, cuidadosamente, en el aire, y miré las palabras, los números, las fechas, y los timbres.

Rastreé con nostalgia y sin precipitaciones. Bien pensado, no había prisa. Yo sabía como nadie la querencia de los recuerdos para atraer a los ausentes y dependía del estado de ánimo, de la intensidad del deseo, y del empeño.

Por encima de las fechas añejas, de las cifras irrisorias, de los inconcebibles servicios, de los impuestos y timbres, del subsidio combatiente, y de los totales, entreví la apasionante luna de miel de dos jóvenes enamorados:

Son las seis de la tarde cuando cruzan el pueblo. Es una jornada brillante, el día más hermoso de la primavera, pero además es el día de su boda. Marchan contentos, con el regusto aún de la comida y el baile que acaban de compartir con sus familiares y amigos, con la felicidad escrita en sus rostros. Van juntos, casi pegados. Ella, nerviosa, balancea una bolsa de tela repleta de comestibles que le puso su madre. Él con una vieja maleta de cartón marrón. En la estación toman el tren.  En el tren casi nada. Si acaso, prácticamente imperceptible, un manoseo de nerviosismo y de fogosidad.

A pesar de la noche y del cansancio, Barcelona les arranca una mirada de entusiasmo.

-Ya estamos- dice él señalando la parada de taxis al otro lado de la calle.

 Entran en el hotel Espléndido con timidez, evitando las miradas inquisitivas, con la esperanza de fusionar sus cuerpos entre dulces palabras, amasijo de sábanas y almohadones. Solo cuando llegan al lecho, vuelvo la mirada y busco sus ojos. Y los encuentro fijos en el papel, entrecerrados protegiéndose del tiempo que pesa sobre ellos.

NOTICIA

            NOTICIA ____ Ana María Rocañín

            Erase una vez que la hermanastra de Cenicienta se casó con el príncipe porque ella no llegó al baile al pincharse con el uso de una rueca.  La bella durmiente que se comió la manzana envenenada por la madrastra de Blancanieves.  Los siete enanitos que se fueron a buscar a Simba más allá de las tierras oscuras.  Timón y Pumba que se apuntaron a una fiesta que celebraba Srek en su ciénaga.  El burro de éste que se marchó con Pinocho al País de los Juegos para subirse a la montaña rusa tantas veces como quisiera sin temor a que le crecieran las orejas y el rabo.  Gepetto que se volvió a vivir a la barriga de la ballena para ver si conocía a La Sirenita.  La malvada Úrsula que perseguía al padre de Nemo para que no pudiese llegar hasta Sidney para encontrarlo.  La despistada de Dori que acabó siendo el siguiente regalo de cumpleaños de Andy y con la que Budy y sus amigos,  los juguetes, se divertían muchísimo.  Mister Potato que al fin pudo encontrar a la señora Potato y se fueron a vivir al bosque donde Tod y Toby jugaban con los tres cerditos.  El lobo, que al ir a meterse por la chimenea se quedó paralizado viendo como una dama con sombrero y bolso le pasó rozando volando con un paraguas.  Y Mary Poppins, que desde el cielo, vió como en el barco de los piratas del Caribe viajaba Pocahontas rumbo a un país donde un príncipe iba a celebrar un baile para encontrar a la princesa de sus sueños y casarse con ella.          

            Y colorín colorado… cuando la huelga de guionistas termine, espero que todo esto se haya arreglado. 

SENTIMIENTO______Ana María Rocañín

             Puso los arreos  al caballo y le enganchó el carro.  Estaban en plena guerra civil pero él continuaba como podía haciendo las tareas del campo.  Salió de casa entre dos luces y se subió al remolque.  Se embolicó con la manta de cuadros en tonos marrones oscuros, se acomodó el sombrero de paja y comenzó la marcha.         

             En las silenciosas calles, solo se escuchaba el ruido de los cascos del animal chocando contra los adoquines.  El pueblo empezó a quedarse atrás y comenzó a subir la cuesta que llevaba  al puente de las carretas.  Le paralizó el ruido de unos disparos que de pronto se oyeron aparentemente cerca.  Paró al animal y bajó del carro.  Sigiloso, subió la cuesta y se agazapó tras unas soseras  que se amontonaban y le sirvieron de parapeto.  Desde allí se veía perfectamente la puerta de entrada al cementerio.  Varios soldados y hombres vestidos de paisano se movían y arrastraban cuerpos al interior del camposanto sujetándolos por las axilas.  Entre ellos, con la luz del día que ya venía pudo distinguir inconfundible la figura de Esteban “el largo”.           

            Descendió con mucho cuidado y con el cuerpo tembloroso y lleno de miedo dio la vuelta al carro y se volvió a casa.  Su mujer extrañada por la repentina vuelta, preparó un café de achicoria para compartir el secreto. Por la tarde se corrió que un grupo de militares extranjeros habían fusilado a varios de un pueblo cercano en el cementerio.           

            Esa imagen le vendría siempre a la mente cada vez que inevitablemente se lo cruzaba por el pueblo y se la tuvo que tragar con la más amarga de las iras  por el miedo a hablar que aún les siguió persiguiendo muchos años después de acabar aquella guerra.

ANÉCDOTA

Regreso a casa tarde y malhumorada. Lo que debería haber sido un rato divertido, tomando un café en la pastelería ha terminado en discusión. Y me duele, porque la amistad de Olga es muy preciada para mí, pero esta vez no tenía razón. El hecho de ser policia no la convierte en infalible, aunque le sobre experiencia. ¡Los padres tienen la culpa de todo!, sentencia siempre que un niño desaparece. Y puede que a veces sea cierto, pero hay más cosas. Los niños hacen tonterías, lo sé, y lo sé porque yo las hice. Y se lo conté, le conté mi secreto: Yo me subí al coche de un desconocido. Yo y David, el chico de pelo rizado que vivía en la casa de al lado. Si llegábamos tarde a la Iglesia el cura nos tiraría de las orejas, y nos pareció el mejor modo de evitarlo. Aún puedo recordar el miedo dentro del coche, ante la idea de que no se detuviera frente a la Iglesia, y se nos llevará lejos, dónde los niños no regresan...Olga se empeñaba en argumentar contra mis padres.¡Vamos Olga, no voy a culpar a mis padres de mi estupidez! ¿No lo entiendes? Algunos tenemos momentos de estupidez.

                                             Arrate

JULI: ¿QUÉ PASA CON EL PRINCIPIO DEL CUENTO QUE NOS TENÍAS QUE COLGAR? Para abrir boca aquí va un cuento un tanto lúbrico. JOSÉ MANUEL

NO DIGAS QUE FUE UN SUEÑO

Siempre soñó con hacerlo en el barro. Gozar flotando en el viscoso elemento como si fuera líquido amniótico. Resbalar con su cuerpo al abrazarla y sentir que se escurre como una sirena en un tarro de gelatina. Por eso preparó ese inmenso estanque en su casa. Sé que al verlo y, por qué no decirlo, al olerlo, causó en ella cierta repulsión, pero como casi siempre acabó convenciéndola.

Ella se quitó la ropa mientras él se zambullía con la ropa interior puesta. Pronto estuvieron cubiertos por el lodo. La sensación placentera que tanto había deseado se tornó desagradable al comprobar que el hedor del fango se les metía en el cerebro. Intentaron abstraerse y concentrarse sólo en su placer. Exploraron las sensaciones que les brindaba el nuevo elemento, disfrutaron sumergiéndose por completo hasta cubrir cada centímetro de sus cuerpos de brillante limo. Cuando el deseo creció hasta hacerles daño, él quiso besarla. Acercó su boca a los labios que amaba y buscó la lengua que tanto anhelaba. Pero, de pronto, una convulsa arcada le infló los carrillos. Tapándose el asco con la mano, se limpió el vómito en la pared de enfrente. Ella miraba avergonzada, sin saber que hacer, con los dientes llenos del cieno que les rodeaba. Y luego él, tras un instante de duda, al fin dijo:

-Mejor sólo follamos.

ASUMIENDO MI PARTE DE CULPA POR LA INACTIVIDAD APORTO UNO DE LOS TRABAJOS PORPUESTOS POR RAMÓN ACÍN -JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ

LAS UÑAS DE LOS PIES

Leí en alguna parte que las uñas de los pies crecen a la misma velocidad que la deriva de los continentes. Del mismo modo, no sería raro averiguar que la fuerza de la gravedad es directamente proporcional a mi facilidad en meterme en problemas. Me explico: resulta evidente que soy algún tipo de gafe o algo que se le parezca. Mi presencia en cualquier mesa es antesala de vasos volcados, sopa vertida sobre la inocente calva de un comensal o de manchas de salsa que asolan el mejor traje.

De todos modos, estas cosas no serían más que anécdotas si no hubiera pasado lo que pasó. Era uno de esos días en los que resulta casi imposible salir de la cama. La cabeza me decía que debía ir a trabajar, pero mi cuerpo se obstinaba en mandarme señales para impedirme salir de casa. Con los miembros aletargados caminé hasta el trabajo con el convencimiento inequívoco de que algo iba a pasar, algo desde luego desagradable.

Llegué tarde a la oficina, como casi siempre. El jefe me estaba esperando vestido con el traje de "dar por saco". Intenté ignorar su mirada de suficiencia y de reproche, esquivar las órdenes estúpidas que vertía con apabullante obstinación. Me senté al ordenador y fijé la mirada en un punto fijo tal como me había enseñado mi terapeuta. El jefe seguía insistiendo en meterse conmigo. Sus palabras desfilaban en mi cerebro como en una parada militar: un, dos, un, dos, haz esto, haz aquello. Pero, de la misma manera que el soldado entrenado sabe abstraerse del dolor que le rodea, yo soportaba el chaparrón verbal como si fuera sirimiri.

De pronto sonó el teléfono en su oficina y su perfecta secretaria le hizo señas de que debía contestar la llamada. Por un momento me vi aliviado de su agobiante marca. El buldog había soltado su presa para jugar con otro hueso. Me sumergí en mi anodino trabajo deseando hacerme invisible. Sin embargo, al levantar la vista, me di cuenta de que todo el mundo me estaba mirando. Nadie permanecía en su puesto, la cara del jefe parecía desencajada. La secretaria se volcaba en consolarlo a la vez que me mandaba descaradas miradas. No supe como interpretar las señales. ¿Sería la llamada la causante del desastre? Y entonces todo quedó claro. Por fin la desgracia se había consumado. Mi jefe había sido sustituido por el más inepto de la oficina. Lo peor es que ese inepto era yo mismo.

AGOSTO DEL 36

          Agosto de 1936. Son tiempos revueltos. La gente se va de Pina huyendo de las columnas anarquistas que llegan de Barcelona. Una mujer de unos 25 años mira a un grupo de hombres en la plaza. A algunos les acaban de sacar de sus casas. Otros, los que les han sacado, ni siquiera son del pueblo. La mujer mira a su padre, un hombre de unos 55 años, envejecido por el trabajo en el campo, al que han ido a buscar por ser de derechas. Luego mira a otro hombre. No es del pueblo. Acaba de llegar y todos dicen que es el jefe de la columna y el que manda matar. La mujer llora y se tapa la cara. Se oyen murmullos en medio del silencio hasta que él lo rompe.

          - "Váyanse todos y que no falte un trabajador más en su casa".

          Esa fue la frase que mi abuela guardó siempre como recuerdo de Buenaventura Durruti.

Marisa Fanlo Mermejo