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TALLER DE CREACIÓN LITERARIA DE PINA DE EBRO pinaescribe@gmail.com

 

UN SUEÑO:

Sobre el camino                                                        

                                                                                  Por Julia Gallego Pérez

Oscurecía en mi sueño. Lentamente, como flotando, a ras del suelo, comencé a vagar. Mi propio cuerpo me parecía más ligero, casi sin peso. Seguí avanzando hacia las sombras. La humedad andaba por mis pies. Por mis ojos desfilaban lívidos y estáticos rostros de personas que, sin mediar palabra, desaparecían entre suspiros. Ahora, con aquella compaña de seres misteriosos, y con el corazón latiéndome aún aceleradamente, estaba desorientada. Era como estancarse en medio de un torrente, nadando a tientas como un perro ciego y cansado. Y, de pronto, le vislumbré  sobre el camino: tenía forma de claridad, parecía un destello que, de pronto, ha adquirido normalidad de padre.

-¿Qué haces aquí, papá?- articulé.

-Vine hasta aquí- me dijo.

-¿Para qué?- le pregunté yo.

-Vine a buscar a mamá. La estoy esperando- me dijo-. La estoy esperando desde hace mucho tiempo. Ella se encargará de mí. Ocúpate tú de ir allá y ver qué cosas se hacen.  Eso es lo que importa.

Y él hizo un gesto significativo con la mano, y guardó silencio convencido de que yo le había comprendido. A sus pies resecos, bajo la túnica ancha deshilachada, se arrastraba una silueta de mujer. La vi parada frente a él, mirándole.

Después, todo desapareció entre un gran estruendo.

Del otro lado llegó el primer ruido de la calle. Y, escuché, el soplo de mi marido ahí a mi lado.

-¿Qué es eso?- me dijo.

-¿Qué es qué?- le pregunté.

-Eso, el ruido ese.

-Es el vecino. Descansa, aunque sea un poco, que ya va a sonar el despertador.

 

Una semana después de éste sueño, mi madre sufrió una caída en el baño rompiéndose una pierna. Quince días más tarde, murió.

 Mi padre, ya hacía diecisiete años que estaba enterrado.

 

 

 

SENTIMIENTOS:

                                                                                              Julia Gallego Pérez

La última visita

 

Lo vio sentado, a la puerta del camposanto, acurrucado y con los ojos entrecerrados. Estaba tiritando. Víctor examinó los alrededores, y detuvo el coche junto a él.

-Vámonos- le dijo, por toda presentación.

Perico alzó la vista, se levanto, y se introdujo, torpemente, en el vehículo. Víctor vio que una gran cicatriz  cruzaba el lado izquierdo del rostro de aquel desconocido.

Arrancó, turbado. ¿Y si fuese un delincuente?, se preguntaba. Instintivamente imprimió mayor velocidad al coche, mientras una sensación de vacío le agarrotaba el estómago. Durante varios minutos, le inundaron  una oleada de sensaciones cambiantes pero, finalmente reflexionó: le notó visiblemente débil y decidió llevarle a alguna parte donde pudiera descansar y recibir cuidados.

-Tranquilo, amigo- le dijo, esperando su reacción.

Perico no respondió. Entreabrió ligeramente los ojos y esbozó una sonrisa agradecida.

 

Aquella tarde de noviembre había sido especialmente fría. El cielo estaba cubierto de espesas nubes negruzcas que otorgaban al lugar un particular color de ceniza. El sinsabor casi se podía tocar en el aire.

El recinto, de maciza construcción, desde afuera aparecía como un alcázar inquebrantable. Pero desde el interior de sus inmensas tapias a Perico le provocaba una infinita sensación de desaliento.

No era la primera vez que estaba allí. Conocía de memoria todas las sepulturas de aquella parte del cementerio. Con los ojos cerrados era capaz de reconocerlas. Sabía los odios y las vilezas que albergaban aquellos hoyos revestidos con el oropel del granito.

 Prestó atención al gorjeo bullicioso de una bandada de tordos que desmenuzaba los últimos minutos de la tarde. Debían de estar tomando asiento en la espesura de los cipreses. Eran libres y no tenían conocimiento de su libertad. Había que estar desposeído de todo, para comprender lo que es la libertad.

Se lió un cigarro. Se sorprendió a sí mismo imaginando a sus muertos en algún lugar confuso. Rememoró aquella madrugada que, de improviso, se presentaron en  la casa. Ahora era la imagen de su madre implorando, besando las botas de aquellos infames que, a golpe de culata, se llevaban a cuatro de sus hombres, ante el llanto desesperado del quinto, un chiquillo que apenas levantaba unos palmos del suelo.

 Las ganas se apagaron. Entonces una mancha como de sangre envolvió su infancia, que siguió mascullando un poco más, aletargada, en la sombra del resentimiento. 

 Perico tragó saliva. Le temblaban las piernas. Deseó lanzar un grito de rabia. Pero siguió avanzando. Se abrió paso entre la multitud agolpada de flores resecas instaladas en mitad  del camino, y giró a la izquierda. Caminó por un corto tramo y se detuvo donde estaba el osario. Por un instante  vio que su madre levantaba la vista y lo miraba: lo vio viejo, desamparado y enfermo. Perico se cubrió el rostro con las manos y lloró. Aquella iba a ser su última visita.

 

UNA IMAGEN:

Rastrear con nostalgia                                                         

                                                                                              Julia Gallego Pérez

Había sido un papel olvidado durante sesenta y tres años, y de pronto, en unos  minutos, era la esencia, el objetivo de un trabajo escogido.

Tenía amarillento el blanco del anverso y al desplegarlo contemplé, agobiada, las separaciones y los bordes. Lo puse boca abajo y, adherí, como pude, y con poca destreza, unos trozos de cel-lo. Después lo levanté, cuidadosamente, en el aire, y miré las palabras, los números, las fechas, y los timbres.

Rastreé con nostalgia y sin precipitaciones. Bien pensado, no había prisa. Yo sabía como nadie la querencia de los recuerdos para atraer a los ausentes y dependía del estado de ánimo, de la intensidad del deseo, y del empeño.

Por encima de las fechas añejas, de las cifras irrisorias, de los inconcebibles servicios, de los impuestos y timbres, del subsidio combatiente, y de los totales, entreví la apasionante luna de miel de dos jóvenes enamorados:

Son las seis de la tarde cuando cruzan el pueblo. Es una jornada brillante, el día más hermoso de la primavera, pero además es el día de su boda. Marchan contentos, con el regusto aún de la comida y el baile que acaban de compartir con sus familiares y amigos, con la felicidad escrita en sus rostros. Van juntos, casi pegados. Ella, nerviosa, balancea una bolsa de tela repleta de comestibles que le puso su madre. Él con una vieja maleta de cartón marrón. En la estación toman el tren.  En el tren casi nada. Si acaso, prácticamente imperceptible, un manoseo de nerviosismo y de fogosidad.

A pesar de la noche y del cansancio, Barcelona les arranca una mirada de entusiasmo.

-Ya estamos- dice él señalando la parada de taxis al otro lado de la calle.

 Entran en el hotel Espléndido con timidez, evitando las miradas inquisitivas, con la esperanza de fusionar sus cuerpos entre dulces palabras, amasijo de sábanas y almohadones. Solo cuando llegan al lecho, vuelvo la mirada y busco sus ojos. Y los encuentro fijos en el papel, entrecerrados protegiéndose del tiempo que pesa sobre ellos.

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