UN RECADO DE ÓSCAR SIPÁN
NADAL BARONIO se despertó en el suelo de la redacción, a pocos metros de su sombrero. Le zumbaba la cabeza y sentía un regusto dulce en la boca del estómago. Desorientado, incómodo como un ginecólogo en una cueva estrecha, intentó recordar lo sucedido, pero le fue imposible. El brasero estaba helado. Agarrándose a las patas de la mesa, consiguió incorporarse. En su máquina de escribir, una frase: el hombre está compuesto de agua y vanidad. Visiblemente mareado se aproximó a la ventana. El relente de la madrugada manchaba la silueta de los edificios y el viento agitaba octavillas llamando a la huelga de los metalúrgicos. En el muro del Hotel Regina los carteles anunciaban un combate de boxeo que nunca llegaría a producirse; la epidemia de gripe española había aplazado la revancha entre Arthur Cravan y Jack Johnson, campeón del mundo de todas las categorías. Los perros no ladraban. En medio de aquel silencio malsano y fantasmal, a esa extraña hora en la que se recomponen las plazas, un pensamiento asaltó la mente de Nadal Baronio: estoy muerto y este limbo pertenece al infierno. Aunque todo resultó más sencillo al descubrir que la explosión de una fábrica de cloroformo había dormido la ciudad de Zaragoza durante tres días.
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